Un país de parches

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Zurcir un parche a un balón de futbol averiado o a una llanta en mal estado fue por años una solución “por mientras”… hasta que la temporalidad se fue convirtiendo en una realidad cotidiana con costos incalculables.

Ahora se parchan leyes, se parchan los acuerdos, se parchan los contratos, las deudas, los hospitales, los planes de estudios, se parchan calles y avenidas, las alcantarillas, las máquinas, los andadores y las ciclovías, las casas, los parques, los presupuestos, los aeropuertos, los topes, se parchan las tomas de agua, se parchan las goteras, se parcha México.

Miles y miles de ‘diablitos’ enredados entre sí, son los parches al robo de luz.

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Optamos por arreglos temporales por múltiples razones como la falta de planeación, donde nos lleva ventaja el futuro y resolver para el corto plazo nos conforma.

Ya casi a nadie asombra que permanentemente se parchen calles, avenidas y carreteras y vamos librando obstáculos al transitar con una costosa resignación y enfado. No es casual que en los diferentes órdenes de gobierno los puestos vinculados a obras públicas sean tan cotizados y en innumerables casos se operen con opacidad y corrupción.

Optamos por lo más fácil porque no hemos hecho de la cultura de la legalidad nuestro modus vivendi. Porque las consecuencias de parchar una ley, un contrato, un acuerdo, siguen siendo menores frente al mandato de cumplir lo comprometido. Como afirma Macario Schettino, el régimen de la Revolución hizo de la ilegalidad una virtud: la negociación.

Lo políticamente correcto es afirmar que se “reconsideró, ajustó, modificó, renegoció o adecuó”, tal o cual contrato y mandato legal, cuando lo que se está haciendo es simple y sencillamente parchar.

Se “reconviene” cuando algún grupo de presión logra imponer sus intereses particulares y consigue como prebenda espacios de discrecionalidad o recovecos por donde sea posible violar la ley, haciendo realidad aquello de que se cumpla la ley pero en los bueyes de mi compadre.

Están también los parches de la pobreza. En México tenemos miles y miles de viviendas inconclusas, con la esperanza de miles y miles de familias de poder construir, algún día, un segundo piso.

Decidimos zurcir parches por desidia, confort, mediocridad y descuido. Si hay un vidrio roto mejor se pega con una cinta adhesiva y al cabo de unos días ya nos acostumbraremos a verlo como parte del paisaje.

Los llamados ‘coyotes’ no tendrían destino frente a sistemas y procesos pensados en función del ciudadano y no de la burocracia o la corrupción.

La cultura del parche tiene costos incalculables e irreversibles. Cuando de inicio se emprende una tarea con la convicción de que la modificaremos después, estamos autosaboteando cientos de oportunidades, estamos debilitando nuestras instituciones y, por ende, poniendo en la picota la legalidad.

Hace poco un empresario describía el abuso de un alcalde cuando, al romper un contrato, se dio a la tarea de tapar los accesos de agua de una fábrica que no había aceptado ser sobornada. La historia terminó cuando los dueños levantaron su maquinaria, despidieron a los trabajadores y se fueron con su fábrica a otro lado.

Este México con parches por doquier es causa del enojo y la frustración, es tierra fértil para la corrupción e impunidad, y también para las propuestas populistas y las soluciones supuestamente mágicas.


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