La grandeza de don Luis

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En una de las tantas convocatorias al gabinete legal y ampliado para hacer un alto en el camino y evaluar la marcha del país, en especial los avances y a la vez los objetivos no alcanzados, sentados en una mesa de considerable tamaño en forma de herradura y encabezada por el presidente de la República, escuchaba como primer punto del orden del día, los análisis cuantitativos y cualitativos del desempeño del gobierno en general y lo que en cada secretaría e institución había venido sucediendo.

Una vez concluido este paso, el presidente instruyó a cada uno de los responsables a tomar la palabra y explicar las razones del estatus que minutos antes se había presentado.

En diversos tonos había dos constantes en casi todas las respuestas: por un lado los esfuerzos realizados, pero por otro los obstáculos que enfrentaban dentro del propio gobierno o fuera de estas estructuras para lograr los objetivos establecidos tiempo atrás.

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Después de escucharse un número considerable de argumentaciones, algunas de ellas francamente más defensivas que objetivas, llegó su turno a quien en esa mesa sumaba el mayor número de años, la mayor de las congruencias entre su decir y hacer, era sin duda la figura más emblemática e inspiradora. Frente a todos se puso de pie y con una voz pausada pero con firmeza y absoluta seriedad expresó: “Sr. presidente, quiero reconocer que no he cumplido con mi responsabilidad tal cual se esperaba, que si las metas no se han alcanzado es porque yo no he hecho mi trabajo tal como se debía. Por eso, pido perdón a usted, a mis compañeros de gabinete y le pido que acepte mi renuncia. Nadie hay más responsable que yo y por eso no puedo continuar”.

Un silencio congeló la respiración de los presentes y la fuerza de sus palabras derrumbaron cualquier argumento, hasta ese momento expresado. El líder de mayor grandeza, el que había construido puentes que nadie más había logrado, el hombre que hizo de la inclusión y respeto una forma de vida y una manera distinta de hacer política; el que con su huelga de hambre cambió la historia de un sistema autoritario y generó un quiebre que marcó para siempre un antes y un después, nos daba una vez más la gran lección, la de no hurgar en las justificaciones o en las razones y obstáculos para explicar lo no conseguido hasta ese momento. Don Luis H. Álvarez no sólo ponía su renuncia por delante sino también, con honestidad y una extraordinaria humildad, pedía perdón porque, según sus palabras y convicciones, él no había hecho lo suficiente.

Después de dicha intervención, la dinámica de esta reunión cambio radicalmente. Con este valor y con el poder de su honor y convicciones logró trastocar el curso de la historia para el Partido Acción Nacional y para la democracia en México.

Cada uno de sus actos reflejaba su grandeza y profundo amor por México.

Hablaba de Heberto Castillo como uno de sus más entrañables amigos y sin mayor aspaviento o protagonismo logró establecer un diálogo franco y respetuoso con los diversos grupos que en los noventa habían alzado la voz y las armas en Chiapas.

Cuando en una ocasión le pregunté sobre su huelga de hambre en el Parque Lerdo, en Chihuahua en 1986, respondió: “La verdad es que no hice mérito alguno porque sólo sentí hambre el primer día, ya para el segundo no tenía apetito”.

Enrique Krauze escribió al respecto: “Sus esfuerzos y los nuestros fueron infructuosos en el corto plazo, pero la semilla democrática germinaba. El sistema se desmoronaba de manera inevitable”.

Nuestras primeras coincidencias se dieron justo a bordo de esos vuelos entre Chihuahua y la Cd. de México, cuando ya don Luis era senador de la República.

Era un lujo tenerlo tan cerca y en exclusiva durante estos trayectos.

A mi héroe siempre viviente sólo puedo agradecerle su generosidad sin límites, su ejemplo de congruencia y en especial esa grandeza que sólo se construye sobre los cimientos del honor, de la congruencia, del profundo amor por las instituciones democráticas y por esa humildad que arrasaba frente a cualquier actitud arrogante.

Nunca temió a quienes pensaban distinto, nunca buscó responsables por aquello que consideraba era su deber, nunca cedió frente a las presiones que pretendieron doblegarlo.

Cuando nos decidamos a recuperar, así sea a pedazos, el espíritu de don Luis H. Álvarez, volveremos a dignificar la política y hasta entonces podremos responder cabalmente a México y a nosotros mismos.


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