El caso Alondra

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En su Teoría de la Justicia, John Rawls afirmaba que las personas se encuentran dotadas de intuiciones morales, es decir, una suerte de sentido sobre lo bueno y lo malo, y de la capacidad para construir principios abstractos, racionalmente formulados, para normar sus comportamientos. La construcción de esos principios, dice Rawls, es resultado de un “equilibrio reflexivo”: el permanente contraste y ajuste entre principios e intuiciones morales profundas que permite que rechacemos aquellos principios cuyas consecuencias no estemos intuitivamente dispuestos a aceptar o, a la inversa, que desestimemos las intuiciones que chocan con principios que no estemos dispuestos a abandonar.

Estas intuiciones morales individuales fundamentan los principios a través de los cuales se distribuyen y regulan las condiciones necesarias para que cada uno persiga su propia concepción del bien, mientras que esos principios, a su vez, sirven para juzgar o evaluar las distintas concepciones del bien que coexisten en una sociedad plural. En la justicia rawlsiana, cada persona es un legislador moral: un sujeto dotado de razón para construir un orden que, en la medida en que pueda ser aceptado por sí mismo y para sí mismo, es justo para otros.

El caso Alondra choca con intuiciones morales profundas. Basta con ponerse en los zapatos de esa niña y de sus padres para rechazar sus consecuencias. Una orden judicial de un tribunal extranjero canalizada por los conductos diplomáticos como si fuera una postal navideña, una juez mexicana que le da curso sin mayores diligencias, el uso de la fuerza pública para sustraer y expatriar a una menor. Pero el relato de la secuencia palidece frente a las excusas. La cancillería se dice ajena a un procedimiento que implica la interacción de sistemas de justicia de dos naciones, como si fuera una mera oficialía de partes y no la institución encargada de velar por la regularidad convencional y legal de las relaciones e interacciones diplomáticas. La jueza se declara incompetente para revisar la causa, solidez e implicaciones de la resolución del tribunal extranjero que reclamaba la entrega de la menor, como si no estuviera obligada a hacer valer, en cualquier circunstancia, el interés superior de la menor. Un gobierno en el que simplemente no hay protocolos para realizar operativos de fuerza coactiva: se recurre a la intervención de la policía federal para detener y trasladar a una menor de edad como si se tratara de la mayor de las criminales. La imagen de la detención indigna por su brutalidad, por la indefensión que revela, por la ausencia de sentido común en las autoridades que participaron en la trama, desde la cancillería hasta el último de los policías. Fallas todas de intuiciones morales mínimas; vacío de principios para suplir el desvarío de la razón.

Las intuiciones y los principios en equilibrio reflexivo, decía Rawls, sirven para juzgar instituciones y comportamientos, para evaluar la forma en la que se desenvuelve y norma nuestra convivencia. Los casos, como experiencias vivas y vividas, deben servir como “recursos de representación”: ejercicios racionales para identificar intuiciones y construir o reafirmar principios. ¿Qué lecciones deja el caso Alondra? ¿Qué debemos revisar de nuestra institucionalidad? ¿Qué pedagogía institucional o social deja a su paso? ¿Qué antídotos se deben suministrar para que ningún otro menor amanezca, sin más, de pronto, en un país que no es su casa, sin su familia, en la incertidumbre de no saber qué le ha pasado? ¿Qué nos dicen nuestras intuiciones, las de cualquier padre o hermano, sobre cada episodio, omisión y reacción en este drama? ¿Qué haría usted si su hijo o hija fuese entregado a otra persona “por una confusión”?

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Hasta ahora, desafortunadamente, el caso no ha adquirido un curso positivo. La cancillería guarda silencio y pretexta que ningún deber le incumbía, el Poder Judicial se enreda en legalismos, unos oportunistas la convierten en recurso de campaña, nadie asume o deslinda responsabilidades. El caso Alondra ha revelado que, en este país, una circunstancia litigiosa sobre la patria potestad o la custodia de un menor, puede acabar en detenciones abusivas, sustracciones ilegales y otras violaciones a la integridad física y mental de una menor, y que no existe nada para evitarlo o corregirlo. Este caso es la evidencia plástica de autoridades negligentes e indolentes, de leyes que de poco o nada sirven, de una sociedad que ha reducido a mínimos su sentido de indignación. Un caso que debiera motivar otro equilibrio reflexivo.


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