El proceso democrático es un mecanismo de decisión. Una mecánica para plantear problemas y construir soluciones.
La concepción de la democracia como procedimiento para elegir personas, representantes, expresa sólo una de sus dimensiones: la titularidad de la capacidad legítima para tomar decisiones a nombre y por cuenta de otros. Como alternativa a la prevalencia de la voluntad unipersonal, el principio democrático presupone competencia entre opciones diferentes, veredicto que vincula a todos, habilitación para mandar, pero también deliberación sujeta a límites temporales que orienta el sentido de subsecuentes procesos de toma de decisiones.
La razón ética de la democracia frente a sus alternativas estriba precisamente en que recrea dinámicas de consentimiento sobre personas, preferencias, intereses y, a la postre, sobre políticas. Su propósito funcional es resolver dilemas a través de grados de consenso: ¿qué modelo de sociedad?, ¿cuánta libertad?, ¿más o menos Estado?, ¿más o menos mercado?, ¿quién detenta el poder y cuáles son sus límites?, ¿qué principios prevalecen en determinados conflictos?, etcétera.
¿Cuál es el dilema que debe resolver el proceso democrático de renovación de la dirigencia del PAN? ¿La continuidad o no de la actual coalición dirigente? Fijar en estos términos la cuestión que habrán de decidir los panistas con su voto, simplemente posterga la resolución de fondo de los problemas internos que se hicieron visibles después de la derrota de 2012.
El cambio de personas, sin un proyecto democráticamente discutido y votado de reconstrucción de la organización, mantendrá —y quizá agudizará— los vicios internos que atenazan la cohesión y restan potencia política al partido. Plantear nuestro futuro desde la disyuntiva entre el “sí” o el “no” a Gustavo Madero es una engañosa simplificación de la realidad: la salida de Madero no garantiza,
per se, que el partido recuperará su credibilidad, se vinculará mejor a la sociedad, elegirá mejores candidatos, reivindicará su autonomía frente a poderes externos al partido. Sobre todo si esas cuestiones no son el centro de la deliberación electoral de los panistas por la anteojera de que lo verdaderamente importante es que salgan unos y entren otros.
La historia demuestra que la continuidad puede empeorar las cosas, pero también que la alternativa, por mera alternativa, no conduce necesariamente a estadios mejores. El partido necesita alternativas de personas y de proyectos, de generaciones y tradiciones, de capacidades y narrativas. Alternativas coherentes y robustas que logren trascender el simplismo de una apuesta vacía al cambio.
¿Es la unidad del partido el dilema detrás de la boleta electoral? Es cierto que el partido ha entrado en una espiral de conflicto interno. Es consecuencia, en parte, de la relocalización de los centros de poder después de abandonar el gobierno. Nada extraño en un partido que pasa a la banca de la oposición. Pero la unidad, en un partido plural y democrático, no se decreta ni se personaliza. No es ausencia de conflicto ni cándido voluntarismo a llevar la fiesta en paz.
La política requiere cierta predisposición al conflicto. Definir una causa, sumar aliados, aislar adversarios, imponerse democráticamente a otros, es la esencia de la política. Juzgar la unidad interna por el número o magnitud de los pleitos es una ingenuidad. Los partidos viven permanentemente bajo intensas dinámicas de competencia que provocan tensiones. La unidad no es un estado de cosas: es fundamentalmente un propósito vital, una suerte de resorte prudencial de la política interna, un valor que orienta posiciones y decisiones.
Es un acicate que aconseja ejercicios de política, obediencia a la regla vigente, disciplina crítica en torno al mando, generosidad frente al fin mayor. Una dirigencia no es la causa eficiente de la unidad. Podrá ser fuente de discordia, pero no entraña en sí misma la esencia indivisible de la organización. Gane quien gane seguirán las disputas por los espacios de poder interno. A menos que la cohesión del partido radique en un consenso sobre el rumbo.
¿Es la autonomía del partido frente al gobierno la disyuntiva de la elección venidera? No es menor la tentación de algunos de subordinar al partido al gobierno, so pretexto de la interlocución para las reformas. En ese diálogo, por desgracia, no hay transacción democrática de agendas, negociación sobre prioridades, sino contraprestaciones de gestión.
El talante personal, frente a esta tentación, sí hace la diferencia. Pero, de nueva cuenta, sin un proyecto visible de partido, una intención que convoque a los más a recuperar el gobierno, la tentación que hoy padecen unos la padecerán otros. Definir con claridad lo que el PAN representa evita extravíos coyunturales de la voluntad. Es el mejor antídoto para la subordinación individual o colectiva.
Votar es fijar un punto final y un punto de partida. Tomar una decisión para adoptar otras. Resolver un dilema para afrontar otros. Liderazgo, unidad o autonomía son reflejos de un dilema mayor: ¿qué significa y representa el PAN?
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