La elección que viene

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La elección de 2021 empieza a tomar la forma argumental de la opción entre tres años más de mayorías morenistas en el Congreso o una nueva aritmética.

Desde 1997 a la fecha, las elecciones intermedias en las que se renueva únicamente la Cámara de Diputados no se han planteado explícitamente en términos de la opción entre refrendo o castigo a la gestión del presidente de la República.

Esto se debe a tres razones principalmente. En primer lugar, a diferencia de los sistemas parlamentarios, en los de tipo presidencial la renovación parcial o total del Congreso no determina la estabilidad del gobierno: pase lo que pase en la elección, el Presidente ejercerá su mandato hasta el último día de su periodo constitucional, con mayoría propia o en minoría parlamentaria. Salvo niveles altos de desaprobación presidencial –lo que no ha ocurrido desde que se mide este dato de percepción pública–, son débiles los incentivos a entrar en una confrontación binaria directa –’tú o yo’– con el inquilino en turno de Palacio Nacional, sobre todo porque en el contexto del pluralismo político, los gobiernos emanados de los partidos de oposición deben necesariamente interactuar con el gobierno federal antes, durante y después de la elección. La ruptura es, en cierto sentido, riesgosa para los ciclos políticos subsecuentes.

En segundo lugar, el hecho de que el sistema de partidos mexicano tienda hacia la fragmentación moderada –varios partidos disputándose un espectro ideológico relativamente reducido–, dificulta que un solo actor monopolice la alternativa. Esto se vuelve particularmente evidente si se toma en cuenta que el sistema dota a todos los partidos de un piso importante de prerrogativas –financiamiento público y spots– para competir por los votos, pero al mismo tiempo les impone legalmente un umbral de supervivencia nada despreciable –mínimo 3 por ciento de la votación–. De nueva cuenta, todos los partidos enfrentan incentivos para diferenciarse no sólo del gobierno, sino también del resto de los competidores, particularmente las fuerzas partidarias emergentes, lo que inhibe la polarización del voto en dos jugadores. Los partidos tienen recursos para competir y la necesidad de visibilizarse para sobrevivir, de modo que difícilmente estarán dispuestos a quedarse atrapados entre estrategias de voto útil por el castigo o la continuidad.

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En tercer lugar, desde la traumática elección de 2006 y de la reforma electoral supuestamente terapéutica de 2008, se han establecido jurídicamente cualquier cantidad de salvaguardas para evitar que el Presidente entre a la boleta. El principio constitucional de neutralidad política de los servidores públicos, empezando por el jefe del Ejecutivo nacional, parece haber inducido, por tanto, a que la contienda se dispute contra el partido en el gobierno, más que contra el gobierno o el Presidente.

El desgaste natural en el ejercicio del poder, por otra parte, ha impuesto una suerte de cautela en los partidos gobernantes de evadir el refrendo en las elecciones intermedias: con excepción de las campañas panistas de 2003 –»Quítale el freno al cambio»– o de 2009 –el énfasis en la estrategia de seguridad calderonista– que, por cierto, fueron ganadas por el PRI, en el resto de las elecciones intermedias celebradas en contextos de pluralismo competitivo, el partido del presidente no pidió el voto con el argumento explícito de conservar o acrecentar una determinada representatividad congresional, esto es, no planteó el dilema en términos de validación sobre su gestión (1997 –»México es PRImero»– y 2015 –»Transformando a México»–). En ambas elecciones, vale recordar, el PRI fue la primera minoría. No hay, hasta ahora, una elección exitosa de refrendo presidencial.

El Presidente se siente seguro en su popularidad, sabe que sin él en la boleta su partido pasa las de Caín y, además, no está dispuesto a honrar su deber constitucional de neutralidad. Las oposiciones, por su parte, han concertado una inédita coalición parcial con el único cohesivo –hasta hora– de su antilopezobradorismo. La elección del 21, por tanto, empieza a tomar la forma argumental de la opción entre tres años más de mayorías morenistas en el Congreso o una nueva aritmética que reactive las racionalidades de los contrapesos. Gran noticia para el Presidente: ya tiene pretexto para meterse de cuerpo entero a la boleta. Si es así, las oposiciones bien harían en tomarle la palabra y someterlo al juicio de las urnas.


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