Un aeropuerto de ensueño

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El aeropuerto Felipe Ángeles es un proyecto mediocre en su ambición y en su funcionalidad, señala Roberto Gil Zuarth.

El Presidente convoca a su gabinete y a los tres poderes de la Unión para contemplar el nuevo hito de la transformación de México. El país en vilo, expectante, sigue desde el confinamiento el acontecimiento que marcará para siempre a la generación viva. Las fotos en la escalinata del avión inmortalizan el momento. Las selfies quedarán en la nube para arqueólogos y sociólogos de la posteridad, como evidencia historiográfica de los azares y circunstancias de esta porción de la humanidad. De pronto, la mirada de los presentes se evapora en un trance metafísico ante el sublime contacto entre el hule del tren de aterrizaje y esa nueva proeza de la civilización. «Un día histórico», resume en una crónica tuitera una prominente testigo del alumbramiento de una imponente plancha de cemento.

La crisis de las democracias contemporáneas se ha intentado comprender y explicar desde una suerte de episodio de irracionalidad colectiva. Pareciera que la acumulación de enojos y frustraciones ha inhabilitado temporalmente la capacidad de los ciudadanos de decidir objetiva y correctamente lo que les conviene. Un trastorno de personalidad que conduce a una sociedad a provocarse daño a sí misma ¿O de qué otra manera se puede explicar que la democracia más antigua y consolidada del mundo hubiese acabado en los brazos de Trump? ¿En condiciones de normalidad anímica los británicos hubieran abandonado el tren de la integración europea? ¿La alternativa populista seduciría con la misma facilidad en plena lucidez cognitiva? ¿Quién en un sano juicio vota por el suicidio?

El aeropuerto Felipe Ángeles no es la invención de la aviación ni el alunizaje mexicano. No hay céntimo de verdad en la afirmación presidencial de que es el aeropuerto más importante y moderno del mundo, la obra civil que ha desafiado la física, la hazaña que cambiará el curso de la técnica. Es un proyecto mediocre en su ambición y en su funcionalidad. Una necedad que no sólo costará dinero, sino también tiempo valioso en una carrera por ventajas comparativas en un mundo interconectado e interdependiente que no da tregua. Pero la obviedad del hecho conduce a una pregunta inevitable: ¿bajo qué racionalidad política de costos y beneficios el gobierno apuesta sus credenciales de eficacia a un símbolo insustancial? ¿Por qué donde muchos vemos un vil engaño otros encuentran el motivo de una esperanza? ¿En qué momento el López Obrador de los segundos pisos renunció a su escala de trascendencia?

El presidente es presa de la expectativa que él mismo generó. Cuando la cuarta transformación se topó con las restricciones que la realidad impone, el Presidente se refugió en esa ingenua idea de que basta con querer para que todo cambie. En lugar de adaptarse a las circunstancias, el Presidente terminó rebajando la magnitud de sus aspiraciones. El camino rural de la sabia autogestión comunitaria, la romántica universidad rural, el tren tropical de sus nóveles añoranzas marcarán su paso a la historia. Junto a la Independencia, la democracia maderista, la soberanía energética del cardenismo, una pintoresca terminal militar de pasajeros.

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Al Presidente se le acaba el tiempo y no está dispuesto a corregir el rumbo. Ha perdido la mitad de su administración, con mayorías congresionales holgadas, mascullando odios del pasado. Por enviar a sus adversarios al basurero de la historia, no ha encontrado su lugar en el presente. Pero el problema no son los electores que le creen. El problema está en que las alternativas siguen sin ofrecer un país que no se resigne a la mediocre medianía.

 


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