Economía, corrupción, seguridad…

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Tres grandes temas se revelan como las prioridades de las fuerzas políticas para esta nueva legislatura y, en particular, para el periodo de sesiones ordinarias que iniciará el 1 de septiembre: economía, combate a la corrupción y seguridad pública.

El paquete fiscal concentra buena parte de las energías institucionales en el segundo semestre de cada año. Primero, con la discusión y aprobación de los ingresos y, después, con la confección del Presupuesto de Egresos de la Federación. Es inevitable revisar a fondo la reciente Reforma Fiscal: la actual estructura fiscal es insuficiente para financiar y alentar el crecimiento económico. La debilidad recaudatoria del Estado mexicano debe ser compensada con una mejor distribución de las cargas fiscales y, por supuesto, con una sensible reducción del gasto y mayores márgenes de eficiencia en las inversiones públicas. Debemos adaptar el sistema fiscal mexicano a los tiempos del precio bajo del petróleo, al proceso de transición de la economía china y a la relocalización de las inversiones hacia Estados Unidos. Asistimos al funeral de la larga era del petróleo como motor del desarrollo: ese oro negro que por mucho tiempo alentó un sinnúmero de ineficiencias en nuestra economía. Debemos, por tanto, pensar en las alternativas, antes de que sea demasiado tarde.

El combate a la corrupción es un elemento central e impostergable. No sólo por el mandato de desdoblar las nuevas prescripciones constitucionales en leyes secundarias, o bien, por la imperiosa necesidad de mejorar la competitividad de nuestra economía, sino por las tensiones que acechan a la gobernabilidad. La corrupción es una de las causas del actual desapego de la política, del descrédito de los partidos y de la debilidad del Estado mexicano. Es la placenta en la que fecunda la irritación social y las pretensiones justicieras del populismo. La regeneración de la legitimidad de las instituciones democráticas pasa necesariamente por cerrar los resquicios por los que penetran los actos corruptos. Para restablecer la confianza en lo público y el aprecio social por la democracia, debemos materializar una buena reforma contra la corrupción. Pero, sobre todo, edificar reglas e instituciones para cuidar la integridad ética y política de la República.

Desde los sucesos de Ayotzinapa, se reabrió el debate sobre la seguridad pública. Por primera vez, la discusión se ha centrado en la mayor debilidad del Estado mexicano para cumplir con la responsabilidad de cuidar a sus ciudadanos: las policías. Por décadas hemos abordado el problema de la seguridad desde la mirilla del narcotráfico y más recientemente, desde el vacío lugar común de “La Estrategia”, así, en singular y con mayúsculas. Luego, la reflexión pública redujo las alternativas de solución a la figura del mando único, como si el país pudiera simplificarse en una ecuación lineal. Obviamos que el país carece de policías profesionales y confiables. Por fortuna un nuevo consenso se asoma: el reto es generar capacidades institucionales para enfrentar la muy diversas fenomenologías y manifestaciones del crimen. La dura realidad nos ha ido enseñando que las responsabilidades en materia de seguridad están mal distribuidas entre los órdenes de gobierno, que no existen mecanismos para suplir debilidades o para responder a coyunturas de crisis y que los incentivos al desarrollo institucional están mal colocados. También, que la seguridad pública sin un marco efectivo de respeto a los derechos humanos es una quimera. La paz duradera surge de instituciones fuertes y eficaces para arbitrar y resolver los conflictos sociales, que actúan según la racionalidad de la ley y que imponen su autoridad con justicia. La reforma en seguridad pública debe partir del paradigma de que la seguridad no está en tensión con los derechos humanos, sino que el respeto de éstos es lo que alienta los comportamientos basados en el derecho.

La segunda mitad de toda administración se desdobla bajo la sombra de la sucesión presidencial. Las posibilidades y horizontes para el acuerdo entre diferentes se reducen significativamente. En este marco, para atender la agenda de las necesidades del país, se requiere un doble esfuerzo de política. Aislar las inquietudes futuristas, reducir los efectos colaterales de la competencia, desactivar los resortes que potencian el conflicto. Invertir las energías políticas en dar buenos resultados.

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