Reforma policial

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El problema del país no es sólo de narcotráfico. Ciertamente hemos tenido emergencias violentas, concentradas en ciertos territorios bajo disputa a fuego por el control de rutas y plazas, donde el crimen organizado ha arrebatado al Estado el monopolio de la coacción y donde poco a poco ha mutado hacia la extracción de rentas. Imponen su ley, corrompen y penetran instituciones, suplen a la autoridad legal en el arbitraje de los conflictos sociales, estimulan modelos de ascenso y movilidad social, sobre todo entre jóvenes sin oportunidades ni futuro, que prefieren una vida de adrenalina por pocos años y mucho dinero, antes que el esfuerzo cívico por labrarse un destino con sentido de bien.

La crisis de seguridad que vive el país no se reduce a un desafío por controlar la oferta y el consumo de drogas. La crisis mexicana es, ante todo, una crisis de capacidades institucionales para hacer valer la ley. Es una crisis de Estado de derecho, de imperio de la ley, de confianza en las instituciones que tienen la responsabilidad de ordenar las conductas sociales. Es una crisis de eficacia del Estado en su deber de proteger a los ciudadanos y de gestionar de manera integral los conflictos.

Y esa crisis se manifiesta en la más básica dimensión del poder coactivo: la disuasión. El racional analítico de la teoría económica ha sugerido por décadas que, para inhibir una conducta, se debe crear un equilibrio eficiente entre la magnitud de la pena y la probabilidad de aplicarla. Fijar una sanción es lo más simple de la ecuación: basta con crear un consenso para fijar una regla penal que pondere el daño sobre un bien jurídico y la respuesta proporcionalmente merecida del Estado. El reto está en aumentar la probabilidad de detectar, investigar y sancionar una conducta antisocial. Ese reto, inevitablemente, parte de fortalecer la palanca inmediata de la disuasión, la más próxima a la fenomenología del crimen: los policías que patrullan las calles, que recaban información a partir del contacto comunitario, que reducen los márgenes de oportunidad del delincuente, que formulan mapas y estrategias para invertir mejor los recursos coactivos del Estado.

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Debemos empezar por reconocer que México vive una crisis policial: no tenemos suficiente estado de fuerza, profesional y confiable, capacitado para tareas de proximidad social, desplegado de manera uniforme a lo largo y ancho del país, para hacerse cargo de la disuasión de las conductas delictivas. Las policías mexicanas son pocas, malas, débiles, corruptas. En esa circunstancia radica, por cierto, la necesidad de recurrir a las fuerzas armadas para suplir lo que, desde el poder civil, no hemos construido. Gracias a malas e insuficientes decisiones, hemos difuminado la responsabilidad política sobre la seguridad pública: todos los órdenes de gobierno deben hacer lo mismo, pero no existen tuercas para generar auténtica rendición de cuentas y suplir lo que unos no pueden o no quieren hacer. Por otra parte, frente a la debilidad revelada de capacidades, el debate público se instaló en la zona de confort que atribuye al crimen organizado asociado al narcotráfico las causas y explicaciones a la coyuntura de inseguridad y de violencia del país. Si bien nuestras características geopolíticas y las largas inercias que gestaron el poder del narcotráfico siguen presentes, nuestro problema es mayor, pero más simple a la vez: el Estado mexicano es incapaz de hacer valer su imperio en la esquina de nuestras casas.

Desde 1994 y, fundamentalmente a partir de 2008, hemos intentado encontrar un modelo útil de distribución de competencias en materia de seguridad y un diseño de desarrollo policial que promueva mayor responsabilidad política y mayor calidad en la prestación de ese servicio. Hemos creado sistemas nacionales para unificar y conducir las energías institucionales, en un contexto de pluralidad política y bajo la lógica del régimen federal. El resultado ha sido sistemas nacionales sin zanahorias y con pocos palos para motivar la responsabilidad parcial. La seguridad en el limbo de la existencia o no de voluntad política. Y todo en un marco de evidente conflicto de interés: quienes toman las decisiones de política pública son los mismos que ejecutan, miden, evalúan. La sesión semestral del Presidente y los gobernadores repasando presentaciones de PowerPoint  que dicen muy poco de lo que verdaderamente está pasando.

La reforma policial debe ser una reforma a la distribución de competencias para que cada orden de gobierno haga lo que le corresponde, a la dinámica de interacción entre autoridades para no dejar vacíos por debilidad o negligencia, a las facultades del Sistema Nacional de Seguridad Pública para regular efectivamente la prestación del servicio de seguridad, al estatuto laboral de los policías para encarecer el costo de la corrupción. Cuatro ejes que pueden cambiar, definitivamente, nuestra realidad.


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