Derecho a guarurear

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arne guarurasMuchas veces he escrito aquí que en este país –y particularmente en la Ciudad de México– hemos avanzado hacia lo que unos llaman pomposamente “sociedad de derechos”, olvidando que cada garantía que tengan los ciudadanos debe estar respaldada por una obligación.

Nuestra Constitución ya está llena de “derechos” inaplicables. Como la leo yo, que no soy experto, entiendo que el gobierno tendría la obligación de garantizarle un empleo a cada mexicano en edad de trabajar, al margen de sus capacidades y méritos.

Ahora que está por escribirse una Constitución para la nueva entidad federativa llamada Ciudad de México, ya me imagino el panorama que contempla la corrección política: derecho a esto, derecho a lo otro… y casi ninguna obligación.

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Que no se me malinterprete: yo estoy por la mayor cantidad de garantías, pero todas fundadas en lo concreto, la realidad y la aplicabilidad.

Vea lo que ahora piden algunos: que todos los egresados de preparatoria tengan un lugar asegurado en el sistema de universidades públicas. Es decir, cero rechazados.

¿Qué se va a lograr con eso? Sencillo: gastar recursos públicos sin meta ni evaluaciones –de lo cual ya deberíamos estar hartos–, porque la premisa parte de que el aspirante a universitario no tiene que hacer nada. Si acaso, pasar de panzazo.

La UNAM, mi universidad, es una casa de estudios que da pase automático a los egresados de sus prepas –que desgraciadamente están entre las peor evaluadas– y deja sin un lugar a miles de estudiantes con méritos mayores, porque el cupo para quienes vienen de otras escuelas es limitado.

Claro, ningún proponente de la eliminación de los rechazos tiene la capacidad de asegurar a los futuros universitarios que alguien les dará un trabajo cuando egresen, si es que lo logran.

Pero eso no importa, porque la ampliación irreflexiva e impulsiva de los “derechos” es algo que hace ver bien a los políticos que la impulsan.

Están de lado de los “buenos”, de los políticamente correctos, de quienes creen que uno se lo merece todo aunque no haga nada. Total, ya vendrá el de atrás a poner el dinero que se necesita para pagar todos esos “derechos” creados.

Nos hemos llenado de comisiones, de esto y de lo otro, y, sinceramente, ¿qué tanto han logrado éstas hacer realidad lo que se postula?

Si fuésemos un país que tuviese una actitud radical en cuanto al respeto a la ley, ¿necesitaríamos tantas comisiones? Si alguien es víctima del delito, y se prueba que la autoridad no hizo bien su trabajo, bastaría que el asunto fuese ante un juez y éste decretara que se le pague una reparación.

Pero no: en este país gustan las burocracias, los membretes, los discursos, el rollo… Y aunque muchas víctimas del delito siguen siendo maltratadas –hasta por las propias comisiones creadas supuestamente para defenderlas– no faltan quienes se sientan aliviados de que haya tantas comisiones.

La solución es más simple. Siempre lo ha sido: tengamos un marco legal lo más sencillo posible, que equilibre derechos y obligaciones, que estipule claramente lo que la autoridad puede hacer, y que todos respetemos el Estado de derecho.

Si eso –que es utópico, lo sé– se hiciera con rigor, todos viviríamos bajo el mismo techo en un sentido de mayor igualdad al que existe hoy. No habría necesidad de crear carísimas comisiones para defender a quienes han visto vulneradas sus garantías.

La actitud paternalista, políticamente correcta (aunque sea altamente incorrecta), nos ha llevado a crear una falsa ilusión de empoderamiento, que es real en un aspecto preocupante: el ciudadano ha dejado de creer que le deba algún respeto a la autoridad. Y, claro, una autoridad temerosa de hacer sus deberes.

A eso conduce la absurda postura de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal: Dios no permita que un funcionario use una red social como Periscope para captar el momento en que alguien comete una infracción en la vía pública.

Se trata de lo de siempre: de pararse el cuello con la corrección política, de alcanzar espacio en los medios, de darle a la gente otra dosis de empoderamiento para que –como los guaruras– pueda afectar a otros ciudadanos y apropiarse del espacio público sin pagar precio alguno.


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