Por: Juan Ignacio Zavala
Las estatuas son las formas que los políticos buscan para sentirse inmortales, que trascienden su tiempo y que forman parte de la historia. Hoy en día es una forma vieja, en desuso y con mala imagen por lo que fueron los monumentos que se mandaron erigir genocidas como Stalin o Sadam Husein. Quizá las imágenes más significativas cuando un país se libra de un dictador es cuando derriban las efigies de los tiranos. La estatua de un dirigente en el suelo es el símbolo no sólo de una caída, sino de un sentimiento social.
Por supuesto no sólo existe la voluntad de algún demagogo para tratar de inmortalizar su figura. También están los aduladores, los lambiscones, los arrastrados que saben halagar al vanidoso, al hombre acomplejado que no logra entender su dimensión. Son ellos los que, en muchas ocasiones, mandan hacer los monumentos, sabedores de que el jefe se sentirá halagado y hará muestras de su falsa modestia.
Que la grotesca estatua de López Obrador terminara en el suelo en un municipio de raigambre priista es toda una lección de política mexicana. El Presidente es un priista de los viejos. Conoce sus formas y sus mañas, las practica sistemáticamente y se siente cómodo con quienes han militado en ese partido. Una de las maneras más definitorias del priismo es la adulación, la adoración del mandatario en turno a niveles religiosos. Hace poco, López Obrador dijo en una de sus conferencias que no quería estatuas, ni calles, ni escuelas. Ésa fue la señal de que el jefe quería sus estatuas, calles y escuelas. El hombre que se siente humilde y sencillo, el que se siente modelo de ser humano y que azota a los pecadores con sus condenas, lo que busca en el fondo es alimentar su vanidad. En muchas ocasiones se ha comparado a López Obrador con otro López de infausta memoria: López Portillo, un hombre frívolo que aceptaba toda clase de elogios y halagos. El tabasqueño hace alarde de superioridad moral, pero en el fondo es terriblemente vanidoso, sensible a los halagos y prefiere tener enfrente a un lacayo adulador que a una inteligencia retadora.
En el asunto de los halagos no solamente están los políticos. Como si fuera concurso, participan en quedar bien con el poderoso personajes de distintos ámbitos. Quizás una de las personas más estúpidas de nuestra vida pública es el padre Solalinde. Este curita locuaz abre la boca solamente para mostrar su condición de coprófago. Personajes como él hacen daño no por profesar una religión y hacer opiniones sobre política, eso no tiene nada de malo, el problema es el de mezclar la política con la frivolidad. Que un hombre que ejerce el sacerdocio manifieste públicamente que el Presidente “tiene rasgos de santidad” es verdaderamente un despropósito que habla de la bajeza a la que puede llegar un cura con tal de quedar bien con el poder. No hay ninguna diferencia entre lo que dijo Solalinde y lo que hizo el presidente municipal al erigir una estatua. De hecho, es peor el dicho del cura por su condición de pastor.
Al final, la estatua está donde debe estar: en el suelo y sin cabeza, un símbolo perfecto de este gobierno sin cabeza, extraviado en pretensiones morales con olores de santidad.
There is no ads to display, Please add some