La soledad del autoritarismo nicaragüense

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El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, como todo buen autoritario, confunde competencia democrática con golpe de Estado cuando las condiciones sociales son contrarias a los objetivos más vitales de la cerrada élite gobernante. Por eso, ante la prueba de fuego que le representa la elección presidencial del próximo 7 de noviembre, los medios de comunicación dan cuenta de que en los últimos años ha dejado correr la violencia política a todos niveles en su país, con el fin de eliminar el más mínimo riesgo de cara a la búsqueda de su cuarto mandato consecutivo. Muy al estilo de su odiada dinastía Somoza, esa dictadura nicaragüense señalada de corrupta y asesina que combatió con ferocidad como guerrillero décadas atrás, ahora Ortega quiere perpetuarse en el poder público que detenta desde el año 2007.

El mandatario dejó correr la violencia política contra la población, en el contexto de las recurrentes protestas sociales masivas contra su gobierno de 2018 y 2019 en 14 ciudades del país, en las que organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales —entre ellas la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos— contabilizaron hasta 545 manifestantes muertos y, cuando menos, dos mil personas fueron heridas de bala, presuntamente disparadas no sólo por las fuerzas de seguridad, sino por una extraña complicidad de éstas con cuerpos paramilitares, simpatizantes del régimen y organizaciones delincuenciales, de acuerdo con distintos reportes de fuentes abiertas.

En ese periodo, el malestar ciudadano detonado por la reforma al sistema de seguridad social que impactó negativamente la situación de trabajadores y jubilados, así como el consecuente respaldo popular al movimiento opositor, puso en la agenda del debate público la renuncia de Ortega y el adelantar los comicios presidenciales proyectados precisamente para julio de este año. Se entiende que el régimen se haya negado a acortar el mandato que por derecho el marco legal le concede, pero resulta condenable el haberse volcado a la represión de los disidentes con la detención de 700 nicaragüenses y con orillar al exilio a varios miles en países vecinos, según reportó en su momento la misma Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

El gobierno de Ortega buscaba, a como diera lugar, patear el bote de la crisis en espera de mejores condiciones que le permitieran recuperar mayor estabilidad institucional. Sin embargo, el daño autoritario a los mercados estaba más que hecho. Primero, fuentes especializadas estiman que las revueltas ciudadanas dejaron pérdidas por mil 600 millones de dólares, en parte provocadas por una serie de bloqueos en puntos de movilidad estratégicos que obstaculizaron en territorio nicaragüense el adecuado tránsito de seis mil camiones de carga provenientes de los distintos países centroamericanos. Segundo, los disturbios explican la pérdida de confianza por parte de inversionistas que, sumado a otros factores, provocaron contracciones económicas en 2018 y 2019, con una caída del orden de cuatro puntos porcentuales en cada uno de esos años, según cifras oficiales.

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Si a esa adversidad se agregan los considerandos del Banco Mundial —el brote de la pandemia de covid-19, los impactos millonarios del cambio climático expresado en huracanes y una incertidumbre política que nunca terminó de irse de Nicaragua—, la administración del presidente Ortega ya no se levantará de la lona porque, por un lado, la contracción económica se extendió a 2020 con un crecimiento negativo de más de dos puntos porcentuales y, por el lado social, en el mismo año se dio una incorporación de millones de nicaragüenses a las filas de la pobreza. Ambos elementos afectan gravemente la percepción sobre la efectividad de su gobierno en esta antesala de los comicios.

Por eso el presidente Ortega no quiere competir democráticamente y recurre al abuso de poder para ser la única opción en la boleta —en sentido literal y figurado—, encarcelando a los principales liderazgos de la oposición que pudieran arrebatarle a fuerza de votos la presidencia en noviembre, bajo acusaciones tan surreales como “falsedad ideológica”, “actos que menoscaban la independencia” o “lavado de dinero” por administrar recursos internacionales de apoyo humanitario; negando la personalidad jurídica de institutos políticos adversos; amenazando con sanciones penales a los medios que, a consideración de su gobierno, publiquen noticias falsas; así como manteniendo el control de la autoridad electoral. Sólo en la soledad del autoritarismo nicaragüense se podría entender un cuarto mandato consecutivo de Ortega.


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