Historia, verdad y democracia

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Hoy se cumplen 200 años de la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, que marcó la consumación de nuestra Independencia. Puesto que tendremos una insólita conmemoración —los mexicanos acostumbramos celebrar los inicios de nuestros capítulos históricos, quizá porque no sabemos o no queremos saber cuándo y cómo concluyeron— se impone la reflexión. Recordemos, ante todo, que la intermitente brega de 11 años comenzada en 1810 no puso fin a la monarquía; en 1821 se fue un imperio y en 1822 llegó otro, el de Agustín de Iturbide (el ilustre regiomontano Fray Servando Teresa de Mier, republicano ferviente, se habría referido a “el último año de despotismo y el primero de lo mismo”). Fue hasta 1824 cuando arribó la República y con ella el primer paso al liberalismo (ciudadanos iguales ante la ley), el cual se redondearía en la Reforma (separación de Estado e iglesia).

A los mexicanos se nos enseña que la principal figura del 27 de septiembre fue Vicente Guerrero. Admirado por su tenacidad y congruencia, el tixtleco carecía sin embargo de las tropas necesarias para vencer a la Corona. He aquí la alianza sellada en el célebre abrazo de Acatempan: el conservador Iturbide tenía la fuerza militar y el liberal Guerrero la legitimidad. En buena hora ambos negociaron con realismo y sin intransigencia —salvaron sus discrepancias en torno a la Constitución de Cádiz, cuyo restablecimiento en la España en 1820 propició la deserción del vallisoletano, al incluir en el Plan de Iguala la religión única— para alcanzar su objetivo común de independizar a México. Pero ojo: Iturbide pudo haberlo logrado sin Guerrero, mientras que Guerrero no habría podido hacerlo sin Iturbide (de todos modos tachado de ilegítimo). Es absurdo presentar a don Agustín como un pie de página en el relato.

Las historias oficiales suelen remover las impurezas de la realidad para acomodar su narrativa. En México nos negamos a reconocer el papel central que un representante del conservadurismo jugó en nuestra emancipación pese a que, por fortuna, a la postre ganaron los liberales. Un país que no respeta la verdad se corrompe, y por ello no es sano allanarla (en ningún sentido: ni violarla ni hacerla ilusoriamente llana). La objetividad histórica puede develar heroísmo y villanía, no hallar paraísos y avernos. Sin dejar de exaltar las indudables virtudes de una república federal inserta en un Estado laico, los mexicanos podemos comprender que la moral no se reparte con criterios ideológicos y que en ocasiones la colaboración entre bandos opuestos impulsa el avance de un pueblo. El poder manipula a la historia, sí, pero la historia también puede acotar al poder.

La democracia no es consenso ni polarización: es disenso y acuerdo, contienda y persuasión. Asume la pluralidad como premisa y se debate entre incontables gradaciones que diluyen extremos maximalistas. Si pudiéramos ver nuestro pasado en sus matices de realismo y sus tonalidades de diversidad daríamos un viraje tan radical como saludable, capaz de gestar una cultura política respetuosa de la otredad y libre de antagonismos maniqueos. Catalizaríamos, así, una liza política en la que el triunfo propio no sería concebido como la aniquilación del proyecto ajeno.

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