Anticorrupción: los mínimos

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El régimen autoritario se cimentó en la apropiación de lo público. Sustituyó las capacidades institucionales de control y de sanción estatal por un sistema arbitrario e informal de dádivas y castigos. El país tenía dueño sexenal. El presidente podía disponer de todo y de todos, porque personificaba a la nación. Vigilancia, responsabilidades y rendición de cuentas eran las formas del boicot al proyecto nacional. Bajo el poder omnímodo de uno, no eran necesarias reglas, procedimientos, órganos para inhibir y responder a la violación de la ley. El presidente impartía justicia u otorgaba gracia. La coacción, como expresión del poder político, no tenía otra racionalidad ni encontraba más límites que el capricho del Ejecutivo.

La pluralidad política que abrió la transición, ciertamente activó los pesos y contrapesos entre los poderes, pero no consolidó rutinas para aplicar la ley. La democracia electoral trajo consigo las distorsiones de la influencia del dinero extralegal en la política. La nueva dinámica de competencia instauró la zona gris de la conducta venial: esas conductas de dudosa eticidad, no propiamente ilegales, justificadas en el imperativo democrático de disputar el poder.

La primera alternancia instituyó la “razón de la gobernabilidad” como pretexto a la impunidad. La acción del Estado frente a lo ilícito debía retroceder frente a las necesidades de la estabilidad política. La coartada repetiría que no se puede perseguir a los adversarios y al mismo tiempo pretender sus votos en el Congreso o la concurrencia de sus gobernadores a las políticas del nuevo régimen. La segunda alternancia reinstaló la prebenda como estrategia para la sustitución empresarial y como palanca para sumar votos congresionales. El resultado es la patrimonialización de lo público por unos y otros, la desobediencia como objeción ética frente a la corrupción de la política, la antipedagogía de la impunidad. 

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Por acción u omisión, todos hemos contribuido a este estado de cosas. La solución pasa, como diría Gabriel Zaid en un texto reciente, por entendernos como corruptibles y no como genética, histórica o culturalmente corruptos. Eso supone que el ánimo interno o el compromiso colectivo no es suficiente para que prevalezca el interés público, sino que se requiere crear instituciones para hacer creíble la amenaza de la consecuencia punitiva. No un órgano o una persona, sino un complejo y dúctil entramado de reglas para elevar los costos de violar la ley: para aumentar la probabilidad de que una conducta corrupta sea visibilizada, investigada y castigada. Y esto no se alcanzará con cualquier reforma. Politburos de ética pública no son más que falsos remedios que recrudecerán la indignación social cuando se evidencia su ineficacia. Burocracias disfrazadas de plataformas de participación ciudadana terminan por legitimar prácticas corruptas y por deslegitimar la intervención ciudadana en los asuntos públicos. Órganos sin atribuciones fuertes, sin tramos de responsabilidad definidos y mandatos evaluables, por más autonomía que en papel se les asigne, únicamente abonarán al descrédito del Estado para vigilarse a sí mismo.

El PAN no puede aceptar cualquier reforma. En democracia, la negociación política es una exigencia de la pluralidad. Es la modulación de la posición propia para alcanzar un resultado. En el objetivo de crear una institucionalidad para combatir la corrupción, rebajar las pretensiones es una claudicación ética y política. Es mejor para México —y para el PAN— que la reforma aborte a malograr un diseño institucional que lave la cara al gobierno. No puede aceptar menos que una cirugía mayor a la Secretaría de la Función Pública, cuyo titular sea ratificado por el Congreso, para que articule efectivamente un sistema nacional de control interno, revise la legalidad en la ejecución de los planes y programas gubernamentales durante el ejercicio y sancione faltas administrativas menores. No puede votar un modelo que no comprenda la eliminación del cerco de anualidad y posterioridad que actualmente limita a la Auditoría Superior de la Federación y que no le otorgue la facultad para activar los procesos de sanción administrativa o penal y la calidad de coadyuvante en éstos. No puede avalar una reforma que no incluya la creación de un tribunal de cuentas, constitucionalmente autónomo, encargado de aplicar las sanciones administrativas para conductas graves, a través de procesos públicos, adversariales y orales, y con la atribución de emitir directrices vinculantes para prevenir, corregir o mejorar la gestión pública. No puede defender un cambio que no prevea una fiscalía especializada en anticorrupción, constitucionalmente autónoma, cuyo nombramiento emane del Senado por mayoría calificada, dotada de independencia plena para aplicar criterios de oportunidad y ejercer la acción penal, con capacidades fuertes de investigación y facultades para conocer de casos de la jurisdicción local, conforme a una ley general que establezca los delitos y la distribución de competencias entre los distintos órdenes de gobierno. No puede aceptar, en suma, nada menos que una reforma que vaya en serio.

En la reforma anticorrupción no hay dilema entre lo deseable y lo posible. El PAN debe encarar este proceso de reforma con una agenda de mínimos no negociables. Atrincherarse en la intransigencia democrática de los contenidos. Si es que no queremos ser comparsas de una farsa.


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