Salarios máximos

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Hasta 2009 no existían reglas estables para determinar las remuneraciones de los servidores públicos. Una reforma constitucional, iniciada en 2007 y concluida dos años después, estableció una serie de principios y límites para determinar anualmente las contraprestaciones, en efectivo y especie, del sector público: las remuneraciones, incluidas las prestaciones, deben ser razonables y proporcionales a la función desempeñada; ningún servidor público puede ganar más que el Presidente de la República; ningún servidor público puede ganar igual o más que su superior jerárquico, salvo excepción derivada de condiciones de trabajo o en razón de especial calificación técnica del mismo; toda percepción y prestación, ordinaria o extraordinaria, debe estar regulada en una norma previamente establecida y tendrá invariablemente la condición de información pública, entre otros contenidos. La reforma constitucional mandató al Congreso de la Unión y a las legislaturas locales a expedir las leyes para desarrollar esas bases, así como para prever y disciplinar las sanciones penales y administrativas por su incumplimiento, elusión o simulación.

Resulta que transcurridos cinco años, la ley federal de salarios máximos duerme el sueño de los justos. Únicamente 14 entidades federativas han cumplido con esa obligación constitucional. Mientras tanto, persiste un evidente desorden en la determinación de los salarios de los funcionarios públicos: alcaldes que ganan dos o tres veces el sueldo del Presidente de la República, prestaciones evidentemente excesivas, tabuladores poco objetivos que premian a la alta burocracia y castigan el trabajo técnico o altamente especializado, como el que realizan médicos y enfermer@s. El sector educativo es un cruel ejemplo: Mexicanos Primero ha calculado que anualmente se realizan cerca de 298 mil 174 pagos irregulares o ilegales, esto es, 35 mil millones de pesos anuales del presupuesto educativo ejercido sin ninguna justificación. Esta problemática se debe, sin duda, a la ausencia de una ley que establezca los órganos y los procedimientos para determinar los sueldos y prestaciones del sector público, así como mecanismos para asignar responsabilidades por pagos fuera de la norma. Anualmente, aparecen en el Presupuesto de Egresos montos agregados de previsiones salariales y económicas para cada ramo administrativo, poderes y órganos autónomos, pero no se puede saber con claridad a qué responden los aumentos o disminuciones en percepciones y plazas. Nos hemos acostumbrado como país a los anexos del Presupuesto que fijan remuneraciones y límites, sin una discusión social y parlamentaria sobre las condiciones generales de la economía y de la congruencia del precio del trabajo en el sector público con esas específicas condiciones. Los sueldos de los servidores públicos siguen la inercia de su actualización conforme a la inflación, de modo que no hay incentivos virtuosos para aumentar la productividad de los servidores públicos (en Singapur, por ejemplo, los servidores públicos reciben apoyos adicionales en función de la tasa de crecimiento de la economía). Los bonos, premios y estímulos dependen de las negociaciones particulares en los contratos colectivos y, por tanto, no responden a una racionalidad de eficiencia en el desenvolvimiento de las funciones públicas. Un mundo de discrecionalidad, en suma. El peor de los mundos, sin duda.

¿Por qué no ha concluido el proceso legislativo de la ley reglamentaria de los salarios del sector público? ¿Por qué no se ha dotado de racionalidad, objetividad y previsibilidad a la determinación anual de las remuneraciones que reciben los servidores públicos? En buena medida, por una razón de conflicto de interés y de incentivos en tensión: hay bajas motivaciones para que la clase política diluya privilegios que le favorecen. La omisión legislativa no es producto de la casualidad, del olvido o del sacrificio entre prioridades de política pública: es resultado de desincentivos estructurales a cambiar el orden de las cosas. Es en circunstancias como éstas en las que se explica—y justifica— apelar directamente a los ciudadanos para romper esos potenciales conflictos entre la decisión deseable y la conveniente indecisión, para vencer resistencias basadas en el autointerés y, en consecuencia, para compeler a los órganos de representación a que decidan en el sentido de lo socialmente útil. Para casos como éstos, en los que existe una débil propensión y disposición de las autoridades democráticamente electas para decidir, se recogió en nuestra Constitución la figura de la consulta popular.

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Poco más de 50 senadores han suscrito una solicitud de consulta popular, no con el propósito de medir la opinión de los ciudadanos sobre la conveniencia de regular debidamente los sueldos del sector público, sino para obtener un mandato de las urnas. Un mandato que ponga fin al caos y a la discrecionalidad. Un mandato ciudadano para resolver una omisión injustificada que impacta, año con año, el bolsillo de los mexicanos y que merma las posibilidades de un mejor uso del dinero público. Una consulta popular para despertar del sueño de los justos una buena y necesaria política.


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