Ojo por ojo contra esos jueces

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Por: Aminadab Pérez Franco

“Que se investigue a los jueces que han suspendido la reforma a la industria eléctrica porque están al servicio de empresas extranjeras y de intereses particulares”. La expresión del enojo presidencial es diáfana, contundente e inequívoca: su criterio personal es capaz de acusar, juzgar y condenar en un instante a quien se le ponga enfrente.

La justicia presidencial es un proceso súbito sin necesidad de juicio, de debido proceso o de presunción de inocencia. El presidente, erigiéndose a sí mismo como máximo y único juez, sentencia y castiga de manera sumaria, sin necesidad de instruir las causas o de recurrir a la tipificación de delitos del Código Penal: basta que la voz presidencial profiera una condena moral para destruir por siempre el prestigio y la reputación de cualquier persona que piense o actúe contra su criterio o punto de vista.

Vale la pena recordar que el sistema jurídico de la civilización humana inició cuando alguna comunidad primitiva comprendió la imposibilidad de existir enfrentando a golpes todos los días a las demás tribus o de hacerse justicia por propia mano cortando la cabeza o propinando una golpiza a quien perturbara el orden o agraviara a otros. El sistema de justicia inició cuando la venganza fue superada por la deliberación del jurado, por el establecimiento de procedimientos y sanciones en las leyes y por la definición pionera de penas para reparar el daño sin necesidad de matar, mutilar o arruinar la vida de los demás.

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Desde luego que el sistema de justicia ha sido cuestionado fuertemente durante toda la historia de la civilización humana. El derecho y la justicia han convivido siempre con realidades como la acumulación de poder en las monarquías, las dictaduras, las repúblicas o el despotismo; con la acumulación de riquezas durante la esclavitud, el mercantilismo, el capitalismo o la corrupción; incluso ha cargado con el desprestigio que implican la simulación, la perspectiva corrosiva de ideologías como el anarquismo o las presiones interesadas de prácticas que van desde el autoritarismo hasta la delincuencia organizada que presionan a los jueces para sujetar sus decisiones a intereses, conveniencias, venganzas o impunidad perpetradas por autócratas o criminales. Siempre ha sido cuesta arriba hacer vigentes las nociones del Estado de derecho, la cultura de la legalidad o el respeto a los derechos humanos.

México, más allá de su amplia trayectoria en el pensamiento jurídico y en su aplicación formal en el sistema de justicia es, esencialmente, un país carente del sentido del respeto a la ley. Lo expresado por el presidente de la República es la más clara expresión de esa cultura popular incapaz de aceptar la decisión de un juez, la cual llega incluso hasta el repudio a una decisión tan banal como puede ser lo que marca un árbitro en un partido de futbol.

Las reclamaciones a las decisiones arbitrales, judiciales y demás semejantes incluyen primero todo tipo de gritos airados e insultos para pasar inmediatamente al cuestionamiento moral del árbitro vendido que no vino a marcar y hacer justicia sino a perjudicar a mi equipo, que vino a echar a perder el trabajo de la semana o de toda la vida o, para el caso, de quien osa frenar mis decisiones incuestionables de prohibirle a los particulares a generar energía eléctrica a pesar de la Constitución y de la no retroactividad de la ley.

Es exactamente la misma lógica con la que el Ejecutivo acusa públicamente que las decisiones de los jueces responden a intereses ocultos según su criterio o su imaginación y sin mayor evidencia a sus propias suposiciones alimentadas por el enojo y la frustración. Y López Obrador acusa para presionar y arrodillar; para que en lo sucesivo ningún juez se atreva a contradecirlo, sin importar que el sistema de justicia tenga como uno de sus propósitos fundamentales frenar el abuso del poder y la arbitrariedad del Estado hacia los particulares. Es la exigencia presidencial de que todo mundo acepte que su criterio es ley suprema, definición infalible del interés público y orden que debe cumplirse por encima de todo y de todos.

En México el presidente es capaz de pedir ojo por ojo contra cualquier juez y tratar de entrometerse en las funciones del Poder Judicial, porque los sentimientos presidenciales se alimentan de una cultura que sistemáticamente ha reaccionado en forma maniquea, aplaudiendo las sentencias favorables y repudiando las adversas. Es una actitud que en el fondo quiere un sistema de venganza y no de justicia, un sistema de desquite y no de sanción, un sistema de amenazas y no correctivo, un sistema de impunidad para quien pueda comprarla o arrebatarla y un sistema represivo y no de reconciliación, de reinserción o de reencuentro.

Los ciudadanos reclaman, los partidos reclaman, las empresas reclaman, las sociedades reclaman y el sistema judicial tiene la función de canalizar los reclamos y resolver las controversias entre particulares, entre gobierno y sociedad, entre el poderoso y el desvalido, tanto en lo político como en lo económico. En razón de ello existen instituciones, procedimientos y medios de conciliación, defensa, resarcimiento o sanción que deben agotarse en procesos alternos o en juicios formales que dicten sentencias y ejecutorias que garanticen los derechos de todos, evitando que se inclinen en automático en favor de los poderosos, tanto del gobierno como del mercado.

No olvidemos que la justicia implica evitar en automático que el pez grande se coma al chico; que el Estado aplaste a los particulares o que la ideología que asuma el poder se imponga como credo a toda la sociedad. La justicia es una de las formas de prevenir el totalitarismo de las ideas, de los intereses y de los estados de ánimo de quien detenta al poder.

La gran controversia de siempre con los jueces es que deben aplicar la ley en un entrono de choque de intereses y de conflicto social. Y eso es particularmente difícil en un país como el nuestro donde es innegable que existe la corrupción, donde son ancestrales las prácticas comprar la justicia, donde no han sido suficientes los esfuerzos para dignificar a los juzgadores o transparentar los procedimientos.

Pero esta situación insatisfactoria se agrava cuando el presidente de la República no contribuye a fortalecer el Estado de derecho, cuando no se comporta como Jefe de Estado sino que reacciona como un demandante que pierde el juicio, cuando no respeta las decisiones ni hace valer los recursos jurídicos que quedan a su alcance y profiere descalificaciones y siembra dudas, cuando lanza iniciativas de reforma a la ley secundaria sin optar primero por cambiar la Constitución y someterse ahí a la deliberación con el otro Poder, el Legislativo, al que por igual debería respetar y con el que debería dialogar y negociar, a pesar de contar con una mayoría sumisa y servil que por zalamería o miedo le aprueba todos sus caprichos y sin corrección de estilo.

Y así de lacayos quisiera a los jueces, ministros, gobernadores, alcaldes, dirigentes opositores, líderes sociales, cúpulas empresariales, comunicadores. Así, como esclavos del criterio presidencial quisiera el presidente a todos los mexicanos.

Carlos Castillo Peraza citó en alguna ocasión al libro de Amin Malouf “Las cruzadas vistas por los árabes” y lo que anotó es una clara muestra de lo que ocurre hoy en México:

Se pregunta Malouf: “¿Por qué en los reinos cruzados de Medio Oriente -el de Jerusalén, el de Antioquía, el de San Juan de Arce- los árabes vivían mejor bajo régimen cristiano que bajo los reinos árabes, si el derecho islámico era superior al derecho cristiano, si los jueces árabes eran mejores que los jueces cristianos, si los abogados árabes eran mejores que los abogados cristianos y los tribunales árabes eran mejores que los tribunales cristianos?” Y Amin Malouf responde: “Es que con el mejor Derecho, con los mejores abogados, los mejores tribunales y los mejores jueces, en el mundo árabe el príncipe era superior al Derecho, a los abogados, a los tribunales, a los jueces. Podía ser arbitrario”.

Así es el proyecto político presidencial: Qué México no sea una República sino un sultanato; que no haya presidente sino sultán; que no haya estados sino califatos; que no haya jueces, ministros, gobernadores o alcaldes, sino emires; que no haya ciudadanos sino vasallos y que no haya justicia sino arbitrariedad dictada desde el poder. ¿Tu votaste por esto?


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