Hoy se debate el futuro de los partidos políticos y las nuevas formas de participación de cara al proceso electoral 2018.
Algo suena mal entre las expectativas de los ciudadanos respecto a la democracia y el desempeño de los sistemas democráticos en el mundo. Hay una crisis en los partidos políticos y en el desempeño de los gobiernos. Se cuestiona el costo-beneficio de los procesos electorales, el comportamiento de los candidatos y se desdibuja la política en sus atributos positivos, considerada por la doctrina política y la mayoría de los actores, como la más noble y necesaria de las actividades humanas para la generación del bien común.
El fenómeno no es nuevo ni exclusivo de algún país ni tampoco es inmune al nivel de desarrollo económico. Lo cierto es que el agotamiento de los sistemas democráticos se presenta con rostro de populismo, autoritarismo o individualismopor igual en las primarias de los Estados Unidos, con los arrebatos y estridencias discriminatorias y anti mexicanas de Trump, que en sistemas cerrados en proceso de apertura como en Cuba con la pretendida liberalización económica sin garantizar el respeto a los derechos sociales y políticos, o en aquellos sistemas en proceso de consolidación como el de México donde conviven la falta de credibilidad a consecuencia de la impunidad y la corrupción, con el protagonismo de actores como Manuel López Obrador y algunos de los candidatos independientes que buscan capitalizar el descontento en contra de los partidos sin dejar claro su origen y actuación dentro del sistema político ni la responsabilidad con una agenda de gobierno y de responsabilidades públicas.
Es claro que existe una disonancia democrática entre el número de personas que cree que la democracia es el mejor sistema de vida, con cifras de 85% en la Encuesta Mundial de Valores (EMV 2000-2014) y 56% en el estudio de Latinobarómetro (L 1995-2015), y los bajos niveles de confianza en los gobiernos con apenas 40% en EMV y 47% en Latinobarómetro. La bajísima aceptación de los partidos políticos es de apenas 22% en la EMV y son bajos los niveles de satisfacción con la democracia que en Latinoamérica llegan al 37% según Latinobarómetro.
También es innegable que la corrupción aparece como el factor más importante en la generación de desconfianza. Según el índice de percepción (IPC) elaborado por Transparencia Internacional (TI) es alto en la mayoría de los países; en América Latina solo el 33% consideran que se ha avanzado algo en su combate. Los costos por corrupción alcanzan cifras estratosféricas, como las de nuestro país que alcanzan hasta 9 puntos del PIB, sin considerar las cifras negras de la impunidad y el no registro.
Lo anterior hace explicable el debate sobre el costo-beneficio de la democracia y la necesidad del financiamiento público y privado que se destina en cada país a actividades político electorales. Si es poco o mucho lo que se invierte y la transparencia en el origen y aplicación de los recursos no es algo sencillo de determinar ni existen modelos únicos para pensar en un sistema latinoamericano de financiamiento de partidos políticos, ya que las variables son asimétricas como lo son los sistemas políticos de cada país.
En todos los casos, al momento de abordar este espinoso tema es necesario considerar algunos criterios como los enunciados por José Woldenberg en el prólogo del libro El costo de la Democracia: ensayos sobre el financiamiento político en América Latina de Daniel Zovatto y Kevin Casas. Ahí se argumenta que el dinero desbordado y sin regulación puede erosionar la política democrática, por tanto se puede y se debe hablar de regulación al financiamiento y gasto en democracia, un tema que en los autoritarismos no es relevante. Por otro lado, la regulación ayuda a transparentar el flujo económico, favorece la rendición de cuentas, equilibra las condiciones de la competencia, hacer menos vulnerables a los partidos políticos respecto de los poderes fácticos y puede ayudar a proteger al sistema democrático contra el crimen organizado.
Para contar con mejores parámetros es necesario conocer las mejores prácticas y experiencias nacionales en materia de fuentes de financiamiento, gastos electorales, sanciones, reglas de transparencia, financiamiento público y privado, entre otros aspectos, toda vez que la información disponible es insuficiente y descontextualizada. Consideraciones hechas por los estudiosos del tema coinciden en afirmar que en esa materia prevalecen modelos heterogéneos de control, poca información, información distorsionada, poca investigación, controles mal diseñados, información distorsionada por los medios de comunicación e indisciplina metodológica.
En México, según el artículo “La Democracia a Precio Alzado” de Luis Carlos Ugalde publicado en Nexos (Agosto 2015), el modelo de financiamiento tiene una deformación de origen. Se hizo a la medida para transparentar los gastos del PRI cuando se realizó la reforma política y cuando se diseñó el sistema de financiamiento público luego del reconocimiento al pluralismo y la apertura que dio impulso al proceso de transición a la democracia. Por lo tanto, el de México es uno de los sistemas más onerosos. Una apretada cronología de acontecimientos, referidos por Ugalde, dejan constancia de este camino: la creación del IFE en 1990 abrió camino para democratizar las elecciones; en 1994 hubo elecciones presidenciales legales pero inequitativas, como afirmó Fernández de Cevallos al reconocer su derrota (el candidato del PRI gastó el 70% de los recursos y el resto de los partido el otro 30%); en 1996 se reformó el sistema de financiamiento público y el costo se multiplicó. Un hecho relevante fue el momento en que en 1997, el entonces presidente del PAN, Felipe Calderón, regresó 40 millones en protesta por el gasto excesivo en partidos.
Hoy que se debate el futuro de los partidos políticos y las nuevas formas de participación de cara al proceso electoral 2018 así como el costo de la democracia y la necesidad de un nuevo modelo de comunicación política, conviene tener en cuenta que es generalmente aceptada la necesidad de racionalizar y transparentar el costo democrático, aplicando mecanismos de control públicos por parte de la sociedad organizada y de las instituciones responsables de organizar las elecciones y de distribuir el financiamiento a los partidos políticos.
También conviene considerar que hay acciones ciudadanas que no pueden ni deben ser desdeñadas, como la iniciativa de ley 3 de 3 que pretende dejar constancia de la declaración patrimonial, la declaración de intereses y la fiscal a fin de conocer cómo llega y como sale el político de los cargos públicos en situación patrimonial. Está en proceso el nuevo Sistema Nacional Anticorrupción y el Sistema Nacional de Transparencia que, con no pocas resistencias, debe concretarse con la aprobación de sus leyes secundarias y su adecuada implementación.
Como puede advertirse, estamos ante un tema impostergable que, en resumen, tiene que ver con depurar y transparentar la vida pública de México y democratizar el acceso al poder así como con garantizar la legitimidad de nuestras autoridades en el servicio público. Tiene que ver con avanzar en el camino, impulsado por la última reforma política, que hizo a los partidos sujetos de fiscalización, impuso nuevas sanciones a la violación de topes de campaña y definió nuevos umbrales a los partidos para conservar su registro y acceder a financiamiento. Adicionalmente, se promueven sendas comisiones anticorrupción y de ética partidista y hay procesos de desafuero contra agentes del crimen organizado infiltrados en la política; con todo, hay que reconocer que esto aún no es suficiente.
La urgencia e importancia de avanzar en esta vía está relacionada con la convicción del papel insustituible de los partidos políticos, sin detrimento de otras formas de participación, para afinar la disonancia y consolidar nuestra democracia.
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