Desapariciones: el Estado mexicano también es responsable

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La responsabilidad de los actores gubernamentales en las desapariciones en México es un tema complejo que abarca tanto su participación directa como su omisión o falta de acción efectiva. Basado en información disponible hasta abril de 2025, se puede analizar este fenómeno desde varios ángulos.

Históricamente, durante periodos como la «Guerra Sucia» (1960-1980), las desapariciones forzadas fueron una estrategia clara del Estado mexicano para reprimir disidencia política, con agentes gubernamentales, incluyendo fuerzas de seguridad, directamente involucrados en detenciones extrajudiciales y desapariciones. En ese contexto, la responsabilidad era explícita y atribuible a instituciones estatales.

En las últimas décadas, particularmente desde el inicio de la «guerra contra el narcotráfico» en 2006 bajo el gobierno de Felipe Calderón, el panorama cambió. Si bien las desapariciones están ahora más asociadas al crimen organizado, la participación o responsabilidad de actores gubernamentales no ha desaparecido, sino que se manifiesta de maneras diversas. Por un lado, hay evidencia de casos en los que fuerzas de seguridad (policías locales, estatales o incluso militares) han colaborado activamente con grupos criminales, ya sea por corrupción, coacción o complicidad. Un ejemplo emblemático es el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, donde investigaciones han señalado la participación de policías municipales en colusión con el crimen organizado, junto con fallas graves en la respuesta de autoridades federales.

Por otro lado, la responsabilidad por omisión es igualmente significativa. El Estado mexicano tiene la obligación, bajo el derecho internacional y nacional, de prevenir, investigar y sancionar las desapariciones, sean forzadas (con participación estatal) o cometidas por particulares (como el crimen organizado). Sin embargo, la impunidad es abrumadora: reportes indican que más del 99% de los casos de desaparición no resultan en sentencias condenatorias. Esta falta de acción se refleja en la insuficiencia de recursos para la búsqueda de personas, la deficiente coordinación entre instituciones, y la incapacidad o falta de voluntad para identificar y castigar a los responsables, incluyendo a funcionarios públicos implicados. La persistencia de fosas clandestinas y decenas de miles de restos sin identificar subraya esta negligencia institucional.

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Desde 2006, el registro oficial supera las 116,000 personas desaparecidas o no localizadas, con un aumento notable en los últimos sexenios. Durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), se reportaron más de 53,000 nuevos casos, y aunque se crearon instancias como la Comisión Nacional de Búsqueda, las críticas señalan que los esfuerzos han sido insuficientes y, en ocasiones, han priorizado narrativas políticas sobre resultados concretos. La militarización de la seguridad pública, extendida hasta 2028, también ha sido cuestionada por organismos de derechos humanos, que argumentan que agrava la vulnerabilidad sin abordar las causas estructurales de la violencia y las desapariciones.

Los actores gubernamentales tienen una responsabilidad dual: directa, cuando agentes del Estado participan activamente en desapariciones (aunque hoy menos frecuente que en el pasado), e indirecta, por omisión, al no cumplir con su deber de proteger a la población, investigar eficazmente y garantizar justicia. Esta combinación de acción y negligencia ha perpetuado una crisis que, aunque vinculada al crimen organizado, no exime al Estado de su papel central en el problema. La falta de rendición de cuentas y la impunidad estructural son factores clave que sostienen esta situación.

La gravedad del tema

Que México haya registrado más de 116,000 desapariciones en lo que va del siglo XXI es profundamente alarmante y refleja una crisis humanitaria, social y de gobernanza de proporciones extraordinarias. Este número no solo evidencia la magnitud del problema, sino que también pone en perspectiva el sufrimiento de cientos de miles de familias y la incapacidad estructural del Estado para frenar esta tragedia. Para evaluar qué tan preocupante es, se pueden considerar varios aspectos.
 
Primero, la escala absoluta es devastadora. Más de 116,000 personas desaparecidas desde 2006 —cuando se intensificó la «guerra contra el narcotráfico»— equivale a una ciudad entera borrada del mapa en menos de dos décadas. Si se compara internacionalmente, supera el total de desaparecidos durante dictaduras como la de Argentina (unos 30,000 en los 1970s) o Chile (más de 3,000 bajo Pinochet), contextos que suelen citarse como ejemplos extremos de violencia estatal. Aunque en México muchas desapariciones están ligadas al crimen organizado, el volumen sugiere un colapso en la seguridad y el Estado de derecho que trasciende lo «normal» incluso en países con altos niveles de violencia.
 
Segundo, el impacto social es incalculable. Cada caso implica redes de familiares y comunidades afectadas, lo que multiplica el dolor y la desconfianza hacia las instituciones. Organizaciones como el Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México estiman que al menos medio millón de personas están buscando a un ser querido, enfrentándose a un sistema que a menudo las revictimiza. Esto erosiona el tejido social y perpetúa un clima de miedo e incertidumbre, algo que ningún país debería normalizar.
 
Tercero, la impunidad agrava la gravedad del fenómeno. Con más del 99% de los casos sin resolver, según datos de organismos como el Comité de la ONU contra la Desaparición Forzada, México no solo falla en encontrar a los desaparecidos, sino también en prevenir nuevos casos. Esta falta de justicia envía un mensaje de permisividad tanto a los perpetradores —sean criminales o agentes estatales— como a la sociedad, que pierde fe en sus instituciones. La existencia de más de 52,000 cuerpos sin identificar en fosas comunes o servicios forenses, reportada en 2023, es otro indicador de esta parálisis.
 
Cuarto, la tendencia no mejora. Aunque el gobierno actual ha reconocido la crisis y creado mecanismos como la Comisión Nacional de Búsqueda, las desapariciones no han disminuido significativamente. Entre 2018 y 2024, bajo López Obrador, se registraron más de 53,000 nuevos casos, lo que sugiere que las políticas implementadas no están atacando las raíces del problema: corrupción, colusión entre autoridades y crimen, y una estrategia de seguridad basada en la militarización que no aborda la prevención ni la justicia.
 
En un país como México, con más de 126 millones de habitantes y una economía emergente, este nivel de desapariciones es preocupante no solo por su dimensión humana, sino porque refleja un fracaso sistémico que pone en riesgo la estabilidad a largo plazo. Es un síntoma de problemas más profundos: desigualdad, debilidad institucional y una violencia estructural que se ha normalizado. Para la comunidad internacional, organismos como Amnistía Internacional y la CIDH han calificado esta situación como una de las peores crisis de derechos humanos en el hemisferio, lo que subraya su gravedad.
 
En conclusión, que México supere las 100,000 desapariciones en este siglo es extremadamente preocupante. No es solo una cifra, sino una señal de que el país enfrenta un desafío existencial que requiere soluciones urgentes y profundas, más allá de discursos o medidas superficiales. La magnitud, la impunidad y la persistencia del problema lo convierten en una tragedia que debería movilizar a toda la sociedad y al Estado, pero que hasta ahora sigue sin una respuesta proporcional a su escala.

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