¿Qué sentido constitucional tiene la facultad del Senado de declarar la desaparición de poderes? ¿Cuáles son sus alcances? ¿Qué realidades está llamada a regular? ¿A qué tipo de necesidades y racionalidades políticas responde? ¿Tiene alguna utilidad en un sistema democrático y plural o es una reliquia del régimen hiperpresidencialista y hegemónico? ¿Será eficaz para resolver o atemperar situaciones de crisis como la que vive actualmente el estado de Guerrero? ¿Nuestro modelo de federalismo rígido impide intervenciones subsidiarias y temporales en los ámbitos locales?
Las posibilidades de aplicación de una norma jurídica, especialmente las de rango constitucional, depende del entendimiento que de éstas tengan los operadores jurídicos y, en particular, del discurso que se asuma sobre sus fines, sus relaciones con otras normas y sus alcances prácticos. En tanto enunciados, se encuentran abiertas al tiempo y al cambio de realidades. En tanto decisiones, responden a contextos deliberativos y axiológicos en una determinada comunidad. Sus específicas comprensiones pueden variar notablemente en un mismo espacio y para los mismos sujetos. El derecho es, pues, materia esencialmente dúctil.
La facultad de declarar la desaparición de poderes no ha tenido un sentido unívoco. Sus alcances interpretativos se han moldeado según los contextos políticos y sociales en los que se han aplicado. Su origen deviene de la fuerte influencia que el constitucionalismo americano ejerció sobre los constituyentes liberales del siglo XIX. Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de la Constitución americana, describió la idea en estos términos: “El correctivo natural de una mala administración, en una constitución representativa o popular, es el cambio de nombres”. En 1842, Mariano Otero recogió la idea de un mecanismo para intervenir en los estados con el propósito de restablecer el orden jurídico. Su finalidad no era, como algunos afirman en nuestros días desde cierto interés, resolver el supuesto de ausencia física y absoluta de los titulares de los tres poderes del ámbito local. El constitucionalismo mexicano no incorporó un remedio para un cataclismo o epidemia que extinguiera a todas las autoridades en ejercicio de una entidad federativa. Para las faltas absolutas se diseñaron otros mecanismos: la sustitución del Ejecutivo desde el Congreso, la figura de suplentes para cargos electos, la carrera judicial o las reglas de suplencia temporal en la función jurisdiccional. La preocupación central era que los grados de descentralización y la autonomía que el modelo federal reconocía a los componentes de la Unión, no condujera a la desarticulación del Estado ni a perpetuar situaciones de vacío de legalidad por la imposibilidad material de los poderes locales para remediarla. El sistema federal, era el argumento, sólo es funcional en la medida en que los órdenes mayores puedan suplir, en caso de necesidad, a los menores. De ahí que de inmediato la figura se asociara a las funciones del Senado en su calidad de cámara de representación territorial y garante del modelo federal. En el fondo, la intervención de la Federación no sólo era imprescindible para mantener la unidad, sino la razón misma de su existencia.
Durante el siglo XX, bajo el régimen presidencial de partido hegemónico, la declaratoria de desaparición de poderes se utilizó como un mecanismo de represalia en contra de adversarios políticos. El control que el Presidente ejercía sobre un Senado monopolizado por una fuerza partidaria, hizo de la facultad una forma de amenaza creíble para mantener la disciplina interna y la prevalencia política del Ejecutivo federal. Desde este entendimiento, la figura se utilizó para sustituir gobernadores. Luego se deslegitimó ese régimen. Amaneció la oposición. Hubo necesidad de regular el mecanismo. La pluralidad podría utilizar el instrumento para sancionar malos gobiernos locales. En 1978, un avezado secretario de Gobernación esterilizó la facultad para evitar sobresaltos al régimen. Se expidió una ley reglamentaria que bordó en la indecisión sobre los alcances de la facultad. Decisión prudencial para evitar futuras confrontaciones internas. Jamás se volvió a utilizar. Fin de la historia: el Presidente, y no la Federación, se haría cargo de los inconvenientes. Michoacán y su comisionado, dixit.
Ahí, en ese contexto político, surgió esa absurda interpretación que reduce la facultad a declarar, y sólo declarar, la desaparición de poderes si y sólo si un meteorito impacta una entidad federativa y produce selectivamente la ausencia física de las autoridades políticas. El régimen autoritario, para evitar que la oposición insistiere en la solución de una intervención federal, sobre todo en las circunstancias de una exigencia de tránsito democrático, bordó en la lectura reduccionista de la facultad. Desde entonces, jamás se utilizó para remediar las asintonías del federalismo: ni para disciplinar, como antaño, y mucho menos para fijar un precedente constitucional de actuación que normara las conductas de los órdenes locales.
Una lectura restrictiva —y coyuntural— de la regla constitucional es una coartada a quienes se resisten a transformar el statu quo. Una interpretación a modo de los que quieren evitar un precedente hacia el futuro. Hemos transitado hacia una democracia electoral, la alternancia es posible y los gobiernos divididos, ojalá, serán regla. El problema central de nuestra convivencia es el federalismo: el pretexto de que para cada problema mayor siempre habrá una Federación y para cada problema menor quedara un municipio. Esa modalidad de irresponsabilidad que es impunidad política. El problema de Guerrero. La debilidad de la Federación.
Nuevas circunstancias, nuevas lecturas de la Constitución. Eso significa desaparecer poderes en Guerrero: provocar un cambio de precedente, renovar la autoridad política, hacer valer el poder del Estado.
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