El devenir de una sociedad, su historia, es la síntesis de las experiencias colectivas que conmueven, indignan, movilizan y, en algunas ocasiones, transforman. Es una contradicción permanente entre la realidad y lo ideal, entre el dolor y la esperanza, entre el ser y el deber ser.
Ayotzinapa es, sin duda, un episodio que dejará una huella profunda en la sociedad. Una estela inolvidable de zozobra. No habrá solución de justicia que repare la pérdida de vidas humanas. Ninguna hipótesis ministerial podrá devolver la paz de las familias de los muchachos asesinados o desaparecidos. No habrá madre o padre que recupere el aliento por un expediente judicial o por un culpable purgando una condena. Difícilmente habrá consuelo en el hogar de los muchachos que nunca volverán.
En una sociedad de leyes, de libertades, no vale decir que cualquier víctima se lo merecía o se lo buscó. Es ominoso cualquier alegato que sugiera que si esos muchachos no hubieran estado ahí, en esa escuela rural, en la circunstancia de un camión o de entorno sin oportunidades, quizá hoy estarían con vida. Nadie se merece morir a manos de otros. No hay excusa que valga a la violencia o la degradación de la vida. Las personas cometemos errores, respondemos a apetitos y ambiciones, a la condición humana, pero tenemos derecho a una segunda oportunidad. Si violamos la ley, debemos pagar las consecuencias. Sin embargo, nadie debe estar condenado a vivir confinado a la marginalidad, a vivir fuera de la sociedad, a ser un paria de su propia comunidad.
Ayotzinapa debe ser un punto de inflexión en nuestra convivencia. Un punto final. En la década de los sesenta y setenta, el régimen autoritario silenciaba la libertad, la pluralidad y la rebeldía juvenil, a través de la fuerza, de la coacción irracional, de la violencia de Estado. Una sociedad conmocionada por la muerte de sus jóvenes encontró en la democracia el mecanismo, los dispositivos y el instrumental para contener los abusos del poder. Ahí empezó la transición democrática: en la deslegitimación de un régimen que nulificaba las libertades de pensamiento, de opinión, de expresión y de elección por miedo a la competencia y a la alternancia. Ahí despertó una generación que, décadas después, tomó el mando de su propio destino y provocó el cambio gradual, el mejorismo como vía, la ruta institucional como hoja de ruta. La memoria de los caídos es el testimonio vivo de los que, sin hablar, se hicieron oír; sin vida lograron cambiar nuestra existencia.
La pregunta que como sociedad nos tenemos que hacer es muy simple: ¿cómo hacer que las vidas humanas que hemos perdido frente al crimen organizado, frente a la impunidad o frente a la corrupción de las autoridades políticas no sean en vano? Hace unas cuantas décadas, una generación, la de Tlatelolco y la del Jueves de Corpus, decidieron labrar un régimen democrático para no repetir esa absurda e irracional manifestación de violencia. Nuestra generación, la de Ayotzinapa, debe asumir como objetivo instaurar un auténtico Estado de derecho en nuestro país. Un régimen en el que impere la legalidad, en el que la amenaza de represalias sea creíble, en el que quien infrinja la ley pague las consecuencias, pero también pueda recuperar un lugar en la sociedad después de saldar sus deudas con ella. Un modelo institucional en el que las policías sean confiables, profesionales, y no el brazo armado y con placa de los delincuentes. Un conjunto de reglas e instituciones que garanticen los derechos de cada uno y que hagan valer efectivamente nuestros deberes.
Ayotzinapa debe ser el motivo central para reabrir la discusión sobre nuestro federalismo. Ese modelo de descentralización rígido que distribuye por igual las atribuciones, pero que es ciego a las capacidades materiales de sus componentes para cumplirlas. ¿Es socialmente útil que los municipios tengan a su cargo la función de seguridad pública cuando la realidad los rebasa día con día? ¿Estamos condenados a que los bajos salarios de los policías y su mínima profesionalización provoquen que queden en manos de los delincuentes? ¿Qué debe pasar para reconocer que necesitamos fortalecer las capacidades institucionales, crear incentivos e introducir sanciones eficaces para las autoridades políticas que se entreguen al crimen por miedo o por dinero?
Vendrán investigaciones, hipótesis ministeriales, expedientes judiciales y cientos de declaraciones de las autoridades involucradas. Ninguna devolverá la vida. Si como sociedad aspiramos a no perder la esperanza, debemos dar sentido a la conmoción y a la indignación. Emprender, juntos, el proyecto de forjar un auténtico Estado de derecho, un régimen de leyes, de derechos y de deberes. Como tributo a cada vida humana que se perdió, pero que pudo haberse evitado.
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