De «La tentación de la inocencia»

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Van algunos subrayados de La tentación de la inocencia ( Ed. Anagrama), un libro del filósofo y ensayista francés Pascal Bruckner.

¿Qué es el infantilismo? No sólo la necesidad de protección legítima en sí, sino la transferencia al seno de la edad adulta de los atributos y de los privilegios del niño. (…). Así pues, el infantilismo  combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites, manifiesta el deseo de ser sustentado sin verse sometido a a la más mínima obligación.

Una segunda culpabilidad corroe pues al individuo: no la del agitador que se alza en contra del orden establecido (nada hay más conformista en nuestra época que pretender ser un rebelde, un inconformista), sino la de inculpado que vive bajo la mirada de los demás y que nunca consigue librarse de su mentalidad inquisidora. El otro me impide gozar de mí mismo con total tranquilidad, en eso estriba su crimen.

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Obligados a probar nuestras aptitudes, tenemos que solicitar la aprobación de nuestros contemporáneos, convencerlos, conmoverlos y por lo tanto colocar nuestro destino entres sus manos. En eso estriba nuestro infierno laico, nuestro juicio inicial en un sentido mucho peor que el juicio final del cristianismo.

Pero no hay peor enfrentamiento que el que se da entre los individuos  que compiten cuando aspiran colectivamente a las mismas metas. La envidia, el resentimiento, los celos y el odio impotente, son consecuencia directa de la revolución democrática. La competencia es lo que, al legitimar la ambición, el éxito y al posibilidad de cada cual para, en derecho, dedicarse a la carrera de sus elección, ha legitimado también  la guerra sorda que entablan los hombres entre sí, ora despechados ora dichosos, según su suerte. Es ella, la que, al prometer a todos riqueza, felicidad, plenitud, alimenta la frustración y nos incita a no declararnos nunca satisfechos con nuestra suerte. Eso, unido al veneno de la comparación, al rencor fruto del éxito espectacular de unos y del estancamiento de otros, arrastra a cada cual a un ciclo interminable de apetitos y decepciones.

“No soy como los demás”, tal es el lema del hombre del rebaño. Pues el castigo al que se expone el hombre contemporáneo consiste menos  en el encarcelamiento o la represión que en la indiferencia: no contar para nada, no existir más que para uno mismo, seguir siendo eternamente un “pre-alguien” (EvelyneKestenberg) que los demás captan como una presencia, no como un interlocutor.

Cuanto más consciente se vuelve el individuo de su responsabilidad y de las cargas que pesan sobre él, más proyecta su despreocupación perdida sobre el
niño que fue. Ese estado mágico es un absoluto del que está excluido: madurar es morir un poco, volverse huérfano de los propios orígenes.

Pero venerar la infancia en tanto que tal significa por el contrario proclamar el derecho a la irresponsabilidad para todos desde los 7 hasta los 77 años, instalarse permanentemente en una cuarentena deliciosa para no alcanzar jamás el poco atrayente planeta de los Adultos.

Entendámonos bien: nadie desea efectivamente volver a ser un niño o un bebé. Más bien pretendemos acumular los privilegios de todas las edades, la amable frivolidad de la juventud con la autonomía de la madurez. Uno desea para sí lo mejor de ambos mundos. (Y nadie aspira al estatuto de la adolescencia, que es un modelo de crisis, de modificación de la identidad, mientras que el bebé respira plenitud y equilibrio.)

Somos los supervivientes de nuestra primera juventud, estamos de luto por el niño que hemos sido y envejecemos sin crecer.


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