De policías, mordidas y dolores

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Hay una corrupción elitista, episódica, que se realiza desde la cúpula del poder, y otra burocrática, sistémica, que practican mandos medios y bajos. Esta última es la que nos distingue del primer mundo: es ante una ventanilla o frente a las “fuerzas del orden” donde se sabe en qué clase de Estado se está, pues es común que en uno como el nuestro se pida o acepte soborno mientras que en los primermundistas la probabilidad de que eso ocurra es muy baja. Cuando no son leyes sino reglas no escritas las que resuelven y agilizan los trámites del ciudadano —y sostienen la endeble economía del burócrata— las corruptelas se vuelven funcionales y se enquistan.

De esta tracalería cotidiana encarnada en personajes que suscitan dolor y compasión trata la estupenda cinta de Alonso Ruizpalacios, Una película de policías. Sí, su tema ostensible es el abandono de la policía y sus desencuentros con la comunidad, pero la reflexión de fondo, a juicio mío, es la funcionalidad del orden sublegal que rige a México. Pienso en nuestra normatividad tácita, en el mexicanísimo alambrito que hace funcionar al destartalado motor de nuestra sociedad políticamente organizada, y veo chorrear el aceite que impide el resquebrajamiento de nuestro engranaje social: la mordida nuestra de cada día. Esa que trueca repulsión ética en simpatía estética en cuanto se repara en que aliviará la situación de quien escapa de la muerte en su trabajo solo para encontrarla en su casa, junto a su familia, agazapada en la precariedad de su sueldo de hambre.

En México la corrupción permite a un tiempo concentrar y redistribuir la riqueza: en las élites se amasan fortunas obscenas para unos cuantos, en la base se salpica para la subsistencia de muchos. He aquí su rostro amable: ¿cómo pagaría un agente de tránsito los medicamentos de su madre diabética sin morder?; ¿dónde conseguiría dinero un aduanal para sacar a su hijo de la cárcel si no extorsionara al fayuquero? Atención: la solución no es el personalismo voluntarista. Aunque todo empeora cuando hay pillería en el vértice de la pirámide política, aún si el jefe no exige su cuota el subalterno lo hará, porque no es la salud sino la enfermedad lo que se contagia y porque las inveteradas mafias no se autodestruyen por efecto imitación. Se trata de un drenaje económico que da sustento a millones de personas.

El docudrama de Ruizpalacios, con las magistrales actuaciones de Raúl Briones y Mónica del Carmen, es lúcido prefacio para un tratado sociológico de la realidad mexicana. Nos abre los ojos donde no queremos abrirlos. La corrupción empieza arriba, sin duda, pero cuando persiste y funciona se reproduce abajo en vano afán de contrarrestar la desigualdad. Y si se condena la de arriba y se justifica la de abajo se normalizan y perpetúan ambas. Corromper, dice bien la RAE, es echar a perder. Las reglas no escritas son síntomas de una mala legislación: ahí donde se acepta el abismo entre norma y realidad, el que provoca el vértigo de la irrelevancia de la ley, se generan incentivos perversos y la vida se torna corruptible. Todos muerden —desde el policía o el que le asigna patrullas o entrega balas o chalecos hasta el último burócrata cuya firma vale— y todos pagan. Peor aún: ya nadie se indigna por ello.

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