La muerte de un amigo produce un desgarramiento interno, deja un vacío y sacude la memoria para hacer un repaso de esa hermosa convivencia.
La amistad que es una virtud o va acompañada de virtud y es, además, lo más necesario para la vida.
Aristóteles
Vale la pena intentar escapar de nuestra monotemática circunstancia y hablar de asuntos más nobles. Me disculpo con mis amables lectores por hacer una digresión personal. Hace algunas semanas perdí a un gran amigo: Jorge Obrador Capellini, con quien mantuve una relación de compañerismo clara, limpia y permanente que ha dignificado mi vida.
A Jorge me unió un afecto de 50 años. Nos hicimos amigos en las condiciones propicias —en la Universidad Veracruzana, en Jalapa— y en una de las situaciones más auténticas que todavía prevalecen en nuestro México herido y deteriorado: la política estudiantil. Ambos fuimos estudiantes fervorosos y apasionados del derecho, en mi caso preñado de teoría, en su caso vinculado al ejercicio profesional. Posteriormente continuamos la amistad en las situaciones más adversas de nuestros quehaceres políticos, en donde se prueban los afectos verdaderos, la relación honesta y el asumir responsabilidades compartidas. Superamos tentaciones y de su parte recibí ejemplo de lealtad y de entrega en las tareas encomendadas.
La muerte de un amigo produce un desgarramiento interno, deja un vacío y sacude la memoria para hacer un repaso de esa hermosa convivencia. Fuimos compañeros de estudios en la universidad, de cárcel en el 68, de trabajo por varios años y de estrecha convivencia en las últimas décadas. Su amistad deja en mí recuerdos de un hombre que, pisando terrenos escabrosos en labores de seguridad pública, supo preservar el honor de su nombre y el prestigio de funcionario respetable.
Siempre permanecimos en estrecha comunicación. Aprendí que las amistades, mientras más cercanas, más frágiles, por lo que requieren un cultivo cotidiano. Siempre estuvimos pendientes uno del otro, pero sobre todo, disfrutando periódicamente de una intensa conversación. Estoy convencido que una buena plática es uno de los manjares que la vida nos ofrece de manera gratuita. En momentos críticos, jamás faltó la llamada de aliento de uno y otro, esas son muestras perdurables de verdadero afecto.
Disfruté de su enorme euforia, su gran talento y cultura pero, de manera particular, su actitud permanente de hablarme con claridad. ¡Qué sana puede ser la catarsis! ¡Qué grato es ese ejercicio, en que alguien se atreve a decirnos nuestras verdades! ¡Qué útil es rebotar ideas que pueden ser refutadas y que, en el contraste, enriquecen nuestros horizontes culturales! Nunca nuestra amistad se vio mancillada por la adulación, por el servilismo o por la sumisión.
Procurábamos vernos con frecuencia y las charlas se prolongaban por horas. Tengo la sensación de que el movimiento estudiantil nos dejó una permanente actitud de rebeldía, de inconformidad. Lamentábamos que tantos compañeros hubieran asimilado los vicios que con tanto coraje combatimos. Nuestra última conversación no careció del permanente ingrediente de hacer planes. Él confiaba en vivir muchos años, pero no fue cuidadoso con su salud.
Le reclamé siempre que no escribiera con la suficiente disciplina, lo hizo esporádicamente y tengo entendido que sus hijos conservan esos textos. Ojalá algún día sean publicados, estoy cierto de que sus reflexiones nos darían luces sobre muchos temas e información sobre su rica experiencia jurídica.
Vivimos tiempos difíciles, no tiene caso calificarlos porque cada adjetivo acumula horror y angustia, por eso es reconfortante recordar situaciones y momentos que dan ánimo a nuestra existencia y estímulo a la vida. Jorge me deja, afortunadamente, el recuerdo del amigo, un remanso de alegría, un oasis de buen humor y la ironía que siempre salpicó su vehemencia.
La familia y la amistad siempre serán el más noble y seguro refugio, por eso nada será mucho para cuidarlas, para estimularlas, para asumir la responsabilidad de perseverar en la lucha cotidiana.
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