Volver a mirarnos

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Los aeropuertos suelen ser escuelas en muchos sentidos. Desde la forzada práctica de la paciencia y tolerancia frente a vuelos tardíos o cancelados, hasta las escenas de pasión y amor cuando se reencuentran quienes han estado separados y también la terrible tristeza de las despedidas que terminan irremediablemente en lágrimas o en profundos agujeros en el estómago y vacíos que sólo alivia un poco el tiempo o la esperanza de saber que será posible volver a reunirse.

Hace un par de días, mientras esperaba con renovada fe que mi vuelo estuviera a tiempo y ya casi pagando la cuenta de un café, me detuve en una mesa donde apuradamente se instalaba una ‘familia’. Una joven mamá sentó frente de ella a sus dos hijos de no más de 5 años de edad y a una velocidad extraordinaria puso frente a ellos su tablet y unos audífonos de avanzada tecnología, de esos que garantizan que puede pasar un ferrocarril y el usuario jamás se dará por enterado.

Acto seguido pidió el menú, que por supuesto ya sólo pudo ver ella, pues los dos enajenados niños estaban cada cual en su propio mundo, sin levantar la mirada. Lo que les pidiera de comer daba igual, pues cuando los platos llegaron los niños estiraban como robots sus brazos para tomar lo que encontraran sobre sus platos sin dejar de mirar jamás sus pantallas. La escena se completaba con la mamá que hacía lo propio con su teléfono en la mano, del que tampoco se despegó, salvo para llevarse una papa frita a la boca de vez en vez.

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No puedo contarles que sucedió después porque milagrosamente el vuelo fue anunciado a tiempo. Pensé entonces en el increíble poder de la tecnología para transformar nuestra realidad, para acercarnos y también, si así lo decidimos, para distanciarnos y quedar atrapados cada quien en su propio mundo, sumergidos en nuestros silencios sin siquiera subir la mirada para saber que algo y alguien más existe a nuestro alrededor, para escuchar una voz, así sea la propia o la de otro.

Recordé felizmente trayectos con nuestras hijas en los que, siendo pequeñas, lo acostumbrado era cantar juntos, contar historias o inventarlas y en ocasiones hacer concursos para saber si alguien recordaba algún dato o detalle de lo que recién habíamos visitado. Las preguntas típicas sobre cuánto tiempo tardaríamos en llegar o las llamadas de emergencia para detenernos en el lugar menos propicio frente a una necesidad fisiológica acompañaron también muchos momentos familiares.

Esta mesa donde el diálogo estorbaba y era lo menos deseado, me provocó inevitablemente pensar en nuestro país y en cómo me diría hace un par de años el expresidente Sanguinetti: “a los mexicanos les urge aprender la cultura del diálogo, les urge aprender a escucharse sin descalificarse de antemano, porque las democracias sin diálogo no tienen gran destino”.

Dialogar no es sinónimo de ese ‘tapaos los unos a los otros’ al que se refiere la Dra. Casar cuando habla de complicidad. Dialogar significa conversar, discutir puntos de vista coincidentes o distintos, dialogar como principio para conocer a alguien más, para construir acuerdos o al menos saber que no hay posibilidades de continuar. Dialogar para comprender la realidad del otro, sus circunstancias, su dolor, sus sueños, reclamos, frustraciones. Dialogar para ser capaces de ponernos en los zapatos del otro, para levantar nuestra mirada y encontrarnos con otra mirada. Dialogar como primer paso para reconocer el entorno que nos rodea y maravillarnos con él o si, por el contrario, lo que observamos nos provoca vergüenza e indignación dar un paso al frente para que sea diferente.

Esta mesa del aeropuerto me enseñó que este aprendizaje para dialogar y mirarnos empieza en casa y ya después se fortalecerá en otras instancias.

Estos días en que muchas familias toman un merecido descanso, valdría la pena despegar la mirada aunque sea de vez en vez de nuestras tabletas y teléfonos para recordar nuestras voces y al escuchar a otros nos demos oportunidad de poder escucharnos también nosotros. Es más cómodo poner a otros unos audífonos para que al no oír nada ni a nadie nos dejen en esa falsa paz y soledad.

La presencia del presidente Barack Obama en Cuba y su mensaje dan cuenta del poder del diálogo: “Es hora de levantar el embargo… Esto es lo que el pueblo cubano necesita comprender: yo estoy abierto a este debate público y al diálogo. Es bueno. Es saludable. No le temo”.


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