¿Por qué se equivocan tanto las encuestas?

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El levantamiento de encuestas para conocer la intención de voto de los electores, es de larga data. En Estados Unidos hace al menos un siglo tales sondeos formaban ya parte del paisaje electoral de ese país. En México llegaron como novedad para los comicios presidenciales de 1988. Como es de suponer, antes de ese año, por el dominio hegemónico que ejercía el partido oficial, que por serlo ganaba todas las elecciones, carecía de sentido levantarlas.

Pero a partir del mencionado 1988, hace casi tres décadas, son parte ya imprescindible de los procesos electorales de México. La legislación, es cierto, les ha impuesto algunas reglas. Una obvia que pronto se hizo necesaria: la prohibición de que sus resultados se hagan del conocimiento público en los días previos a las elecciones y hasta la terminación de la jornada electoral. Porque se usaban y usan, particularmente, para desalentar a los votantes al informarles, con falsedad, que los candidatos de su preferencia estaban ya derrotados. Quizá la más sutil modalidad de fraude electoral.

Junto con el crecimiento en nuestro país de la competencia electoral, que por fortuna llegó para quedarse, las casas encuestadoras han proliferado. De una práctica incipiente, su actividad se multiplicó en gran escala. Clientela no les falta. Solicitan sus servicios no sólo los aspirantes a candidaturas y los partidos políticos, sino también agencias del Estado (de inteligencia y control político, entre otras) hasta medios de comunicación, tanto de prensa escrita como televisoras. Aunque se desconoce qué tan exigentes sean con quienes les levantan tales encuestas. Aparentemente nada, en la medida en que los continúan contratando a pesar de sus enormes desaciertos.

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Desaciertos como en los que incurrieron en las elecciones del domingo anterior, que fueron en una docena de estados para gobernador. Unas más, otras menos, casi todas esas casas encuestadoras fallaron. Y algunas de manera estrepitosa. Y como si nada, ahí siguen. No ofrecen explicación o justificación alguna y menos aún entonan su mea culpa.

Alguien debe hacer un estudio tan amplio y profundo como sea posible, que lo es, acerca de sus tremendos desaciertos de al menos en los últimos tres lustros. Y por supuesto hacer público su análisis y llegar a conclusiones.

Ese alguien, en primer término, no puede ser otro que la propia autoridad electoral, el hoy INE. También, por supuesto, las instituciones académicas, que hasta ahora se desconoce por qué razón han permanecido sin abordar el tema –más bien problema de orden público-, como se debe.

La opinión pública debe saber de una vez por todas qué tan serias y dignas de tomar en cuenta son esas empresas encuestadoras, tan groseramente desacertadas al medir en el electorado sus intenciones de voto. De una vez por todas conocer si son de charlatanería o qué cosa son. Si sus bases son tan científicas como las de la astrología. De entrada, no deja de ser significativo que sus errores, conocidos a posteriori, son casi siempre para favorecer al priismo. Qué extraño.


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