Vísperas de las elecciones

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Durante décadas, se consideró –y con razón- que el principal problema del país era el político. Sin resolverse éste, su desarrollo pleno sería imposible o muy cuesta arriba. Dicho problema se hacía consistir en el férreo control político del país que un reducido grupo ejercía por los peores métodos. Se valía al efecto de un partido político de fachada, porque en realidad no era tal.

A través de la arbitrariedad, la violencia de ser necesario y el indebido uso de todos los recursos del Estado, dicho grupo conservaba la hegemonía política, al costo que fuera. Tal situación hizo imposible que el país tuviera, durante al menos seis décadas, un sistema competitivo de partidos. Y durante este largo periodo la alternancia de partidos en el poder fue poco menos que una quimera.

Sin embargo, así fuera poco a poco, esas condiciones empezaron a cambiar. Gracias a la intermitente exigencia popular de respeto al voto, a veces en algunos estados, en ocasiones en otros, pero también en muy buena medida a la insistente perseverancia de un partido político, Acción Nacional, que nunca perdió –a pesar de todas las adversidades- la confianza en poder lograr el cambio político en el país, se pudo instaurar un sistema de partidos más o menos competitivo, cierta limpieza en los procesos electorales y hacer factible la alternancia, tanto en el plano local como en el nacional.

Pero algo falló. Porque dígase lo que se diga, es evidente que los procesos electorales, a pesar de los mencionados avances (competencia electoral, alternancia, mejor legislación –aunque muy complicada- en la materia), continúan esos procesos como hace tres o cinco décadas sin contar absoluta y plenamente con la confianza del más importante agente de todo sistema democrático, que es el electorado mismo.

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Lamentablemente, es un hecho palmario que una alta proporción de votantes no cree ya en los partidos. ¿En cuáles ya no cree? Infortunadamente, según se dice, la gran mayoría de ciudadanos en ninguno de los que forman nuestro sistema. La frase trillada indica que “todos los partidos son iguales”, de lo cual se puede deducir que según la percepción, en menor o mayor medida, todos han decepcionado.

Tan es así, que hoy son enormes las expectativas que ha generado la figura de los llamados candidatos independientes. De no cambiar algunos aspectos clave del sistema electoral, se puede señalar desde ahora que igualmente fracasarán. En poco tiempo la figura perderá credibilidad y será desechada. Pero además, por lo que hace a los electores, sin la posibilidad de reclamar y menos aún castigar políticamente a nadie, como sí es posible hacerlo en el caso de los partidos, pero no a quienes echen mano de la figura de las candidaturas independientes, que tal vez sólo quedarán como mera referencia en la legislación o para provecho sólo de los disidentes o marginados de los partidos. Y nada más.

Este domingo habrá elecciones en trece estados. Por lo pronto, según parece, en ninguno tiene posibilidad de alcanzar mayoría de votos algún candidato independiente. Sin embargo, no es éste el tema. Lo verdaderamente importante será aprovechar el flujo de información de todo tipo que se genere, a fin de tratar de determinar por qué el sistema de partidos ha caído en desprestigio. A todos conviene conocer bien el origen del problema, antes de que el sistema colapse y derive en catástrofe. Habrá pues mucho qué analizar.

Si el elector común considera que su voto de nada sirve para cambiar el estado de cosas que priva en su entidad (predominio de la delincuencia organizada, corrupción gubernamental sin límite, ausencia total de rendición de cuentas, impunidad total, etc.), se planteará entonces qué sentido tiene votar si las cosas seguirán igual.


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