Para el Papa Francisco

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Tengo una historia qué contarle.

Cuando renunció Benedicto XVI escribí un artículo exponiendo una hipótesis un tanto atrevida sobre el motivo de su renuncia. Voy a entrecomillar el texto que apareció en El Norte el 23 de febrero de 2013:

“Benedicto XVI renuncia por una razón muy sencilla: la curia romana lo dejó solo. Si el Triumph de Carnival requirió tres remolcadores para acercarlo a tierra firme, en el caso de la Iglesia, el todavía Papa al día de hoy requería de al menos una docena de valientes Obispos armados con látigos, que expulsaran a los otros vividores y desleales que han llegado a pulular las más altas esferas de la organización religiosa más antigua e influyente del planeta”.

Debo reconocer que lo hice sin tener conocimiento concreto de la situación al interior del Vaticano, sino partiendo de un conocimiento sobre la problemática común a todas las grandes organizaciones.

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Entre más grande es una jerarquía, mayores son los problemas de control. Derivado de los problemas de control vienen las luchas internas de poder. Surgen grupos, y estructuras se apropian de la organización para llevarla por los caminos que ellos escogen.

Aplicando a la Iglesia esta teoría de lo que llamaré “la autocomplescencia corporativa”, no era muy difícil llegar a la conclusión de que había personas, al interior de la Institución, que habían actuado para disfrazar y esconder las conductas abusivas realizadas contra menores de edad por parte de cientos y cientos de sacerdotes en todo el mundo.

Este fenómeno perduró por tanto tiempo que la Iglesia creó centros especializados para tratar de curar a los sacerdotes enfermos. La preocupación por los niños y niñas víctimas nunca tomó prioridad. La rotación de sacerdotes como solución temporal solo agravó la problemática.

Para nosotros, los mexicanos, el caso Marcial Maciel representó un misterio. La conducta imperdonable totalmente alejada de la tenue consecuencia.

Joseph Ratzinger trató lo mejor que pudo de ser un buen fiscal en los casos de acoso cometidos por sacerdotes católicos. La estructura encubridora, sin embargo, lo rebasó, y cuando llegó a ser el Papa prefirió renunciar antes que permitir que la Iglesia siguiera produciendo esos casos vergonzosos.

Para mi sorpresa, el Padre Jesuita Francisco Migoya, entonces de 93 años, y autor de 14 libros, me mandó llamar. Yo acudí respetuoso y con gran curiosidad. En esa reunión me dijo que compartía mi diagnóstico sobre el motivo de la renuncia de Benedicto XVI. Él había conocido a Ratzinger 40 años antes y éste había sido su maestro a pesar de ser bastante menor que él. Admiraba a Ratzinger como un gran intelectual y en todos sentidos.

Tras nuestra entrevista me invitó a presentar su último libro sobre “La Muerte y Resurección de los Jesuitas”. Yo acepté y el evento se realizó el 29 de mayo de 2013 en la Escuela de Libre Derecho de Monterrey. El Padre Migoya ya murió, pero desde la primer entrevista con él me dijo que confiaba que la renuncia de Benedicto traería un gran cambio para la Iglesia.

Usted, Francisco, es el gran cambio que el Padre Migoya deseó y esperaba. Usted ha demostrado tener la calidad moral sobrada para asegurar que las energías de la Iglesia se expendan en lograr sus nobles propósitos sin agraviar y sin generar conductas reprochables por parte de sus representantes.

Su tarea para sanear la Iglesia no ha terminado. El tipo de conductas reprobables no han sido totalmente abatidas. La estructura sigue sin establecer los controles institucionales que aseguren la detección inmediata de las conductas de los depredadores. Estas enfermedades siempre van de menos a más y son muy tercas.

Ojalá abra los canales de comunicación más directa posible para generar la confianza de los denunciantes, que serían padres de familia ofendidos. Esta responsabilidad, de evitar más víctimas, atañe a todos los miembros de la Iglesia.


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