A propósito del Día del Padre queda bien una reflexión sobre dos papás que en los últimos meses han salido al escenario nacional y no precisamente por buenas razones: el de Rodrigo Medina y el de Aristóteles Sandoval. No suelo comentar de las cosas privadas de las familias en el poder. En muchos casos lamento lo que les sucede, entiendo lo que les pasa y hasta su desesperación ante cierta intolerancia y cacería que hay sobre los miembros de la familia del poderoso. Pero el caso de estos dos sujetos: Leonel Sandoval, padre del gobernador de Jalisco, y Humberto Medina, padre del gobernador de Nuevo León, son marcadamente diferentes.
Son casos llamativos, pues lo normal es ver que los hijos, hermanos, amigos del poderoso se despachan con la cuchara grande, hacen negocios, buscan influencia y protagonizan escándalos. Lo usual es que al darse cuenta de la edad de los hijos, la prensa calcule el potencial de problemas para el poderoso. Por eso la sugerencia de que si se tienen hijos muy jóvenes se les mande a estudiar al extranjero. Es norma: a mayor edad de los hijos, mayor la posibilidad del escándalo.
Sin embargo, el regreso del PRI a la Presidencia trajo aparejado el manto de impunidad de la edad de oro de ese partido. Fue entonces que se dio el cruce de generaciones. Los papás dijeron “ahora es cuando” y al amparo del gobierno de los hijos decidieron establecer una especie de poder por arriba de sus “chamacos”. Esto, en una abierta afrenta a todos los que dependen del gobernador y tienen algún tipo de relación institucional con él. Porque si para algún subalterno es más que difícil decirle algo al poderoso sobre sus hijos, resulta imposible decirle algo ¡sobre su papá!
La actividad desplegada por los padres mencionados es de vergüenza. El de Jalisco es un magistrado que se desempeña con descaro y que invita a ¡no cumplir la ley! El de Nuevo León fue director jurídico de un ex gobernador del PRI de quien recibió una notaría pública y desde ahí desplegó su poder para establecer un emporio inmobiliario. Quizá se sentían felices de que dijeran que ellos eran el poder tras el trono, así el hijo jamás lo superaría, todos sabrían quién mandaba. No supieron ser “el papá de…”. Los opacó el triunfo de los hijos. ¿Y qué hacen los hijos? ¿Meten a su padre a la cárcel? ¿No les creen que todo es por amor a ellos? Más que difícil.
Parece haber un resorte en ambos progenitores: hay que estropearle el éxito al hijo para que no sienta que es más que el padre, que sepan que todo se lo deben a ellos. Quizá todo esto obedece a las complejas relaciones, llenas de paradojas, que se dan en la familia. Lo cierto es que estos padres han acabado con la carrera de sus hijos.
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