(Malas) curas a la enfermedad

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Tuvieron que desaparecer 43 estudiantes en Iguala por órdenes de autoridades políticas y a manos de policías para que aceptáramos una realidad que desde tiempo atrás reclamaba atención: las policías del país se encuentran profundamente infiltradas por la delincuencia y el crimen organizado —si no es que ya son parte estructural de estos fenómenos—. Desde la creación del Sistema Nacional de Seguridad Pública en 1994, pero particularmente a partir del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad de 2008 se ha asentado el consenso político y social sobre la necesidad de una auténtica política nacional de reclutamiento, profesionalización, disciplina, evaluación y control de confianza de los cuerpos policiales y demás servidores públicos que realizan tareas de prevención y procuración de justicia. Ese tímido consenso se tradujo en un conjunto de instrumentos normativos que —en teoría— definen las responsabilidades que tocan a uno y otros, y que, de haberse aplicado correctamente —también en teoría— el estado de cosas sería totalmente diferente. El problema radica en que, como se evidenció después de los trágicos acontecimientos de Ayotzinapa, los gobiernos locales han hecho poco o quizá nada para acometer los objetivos de esa política nacional. Con algunas honrosas excepciones, las policías más próximas a los ciudadanos son corruptas, están mal preparadas y mal pagadas, se encuentran rebasadas por las situaciones que deben enfrentar y no tienen los incentivos —ni las condiciones— correctos para hacer bien su trabajo. El modelo de depuración que fijó la ley como resultado de ese germinal consenso es, por desgracia, letra muerta: bajo el pretexto de que los gobiernos no saben qué hacer con los elementos que reprueban los controles o bajo la coartada de que no tienen recursos para las respectivas liquidaciones, los cuerpos policiacos siguen albergando y auspiciando a los delincuentes. Pero, claro, como alguna vez afirmó el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, en una de sus recurrentes excusas para no avanzar en los procesos de depuración policial: “… nuestra realidad es otra, no aspiremos a una policía como la de Suiza o alguno de los países tan avanzados”. Así pues, porque la nuestra es una realidad peculiar, nos merecemos, como país, la policía de Iguala.

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El presidente Peña no compartió con entusiasmo esa política. La buena noticia es que, al parecer, después de Iguala se dio cuenta de que contar con policías confiables y profesionales es condición necesaria para atajar la inseguridad y la violencia, y para contener el círculo de impunidad en el que gravita la delincuencia. La mala noticia es que el Presidente —sus discurseros y/o sus asesores— se extraviaron en el diagnóstico. A juzgar por el contenido del decálogo y de la iniciativa de reforma constitucional que envió al Senado, para el Gobierno la problemática del país y sus soluciones se definen en cuatro variables: a) la infiltración de la delincuencia y el crimen organizado aquejan esencialmente al orden municipal; b) las autoridades políticas y policías estatales son “por naturaleza” más confiables; c) la federación carece de un mecanismo constitucional que la habilite a intervenir frente a “evidencia” de la infiltración del crimen en los ayuntamientos, y d) la distribución de competencias en materia penal atenta contra la eficacia en la persecución y sanción de los delitos. De ahí que el Presidente hubiere propuesto un conjunto de cambios que, en esencia: a) suprimen la responsabilidad de los municipios en la seguridad pública; b) concentran las distintas subfunciones de seguridad en una sola corporación estatal; c) centralizan en el gobernador el mando policial; d) revierten la cláusula residual de asignación de competencias entre la Federación y las entidades federativas de manera que, en materia penal, estas últimas sólo podrán establecer delitos y sanciones que no hubieren sido establecidos por el legislador federal, y: e) incorporan un mecanismo para desaparecer ayuntamientos cuando existan “indicios suficientes” de infiltración del crimen organizado, a petición conjunta del fiscal General de la Nación y del secretario de Gobernación, con la aprobación —por mayoría simple— del Senado y sin mecanismo de defensa ulterior ante la Suprema Corte. Una reforma al federalismo centrada en el municipio, en síntesis.

El primer problema de las curas propuestas es el diagnóstico: es falso que la delincuencia y el crimen organizado sólo tiente a los municipios. Ahí están los casos de Tamaulipas, Coahuila, Michoacán o Guerrero que confirman que la criminalidad también penetra de manera eficaz en las estructuras estatales del poder. Asimismo, no existe evidencia de que las policías estatales sean más confiables que las municipales. Ejemplos virtuosos y catastróficos hay de un lado y del otro. La iniciativa navega contra la tendencia internacional: hasta los países más centralistas están ensayando modelos descentralizados, desde el punto de vista territorial, de organización policial. Las mejores experiencias de combate a la corrupción en las policías han pasado por la especialización funcional de las policías. Las policías que hacen todo a la vez (tránsito, prevención, reacción, investigación, etcétera) corren mayor riesgo de corromperse, mientras que esquemas compartimentados y dinámicas de competencia entre corporaciones han aportado incentivos a la integridad, honestidad y profesionalismo. El instrumento propuesto para intervenir en casos de emergencia o de riesgos y amenazas a la seguridad es, por decir lo menos, un despropósito: terminará en un arma de persecución de adversarios políticos o en un recurso para evadir las restricciones del debido proceso. Si el fiscal general tiene indicios suficientes de infiltración del crimen organizado ¿por qué no simplemente ejercer la acción penal? ¿Se utilizará el instrumento como atajo al proceso penal cuando los indicios no sean judicializables? ¿Por qué se excluye la intervención directa del Ejecutivo Federal en la activación de ese instrumento de excepción? ¿Una mayoría simple debe ser suficiente para revertir la legitimidad democrática directa con la que cuenta un ayuntamiento? ¿Una decisión de esa magnitud debe tener un remedio jurisdiccional para reducir la tentación al abuso?

La iniciativa no atina en el diagnóstico ni en los remedios. Debe ser corregida y aumentada por el Senado. Con responsabilidad, pero sin prisas. Hay mucho en juego.


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