La carta de la esperanza

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El hombre existe en el mundo y sobre el mundo, en el tiempo y sobre el tiempo, en la historia y sobre la historia.

Desde mediados del siglo XIX, cuando se creó la tradición, pocas emociones se equiparan con la ensoñación de un niño que, la noche de cada 5 de enero, deja, lleno de esperanza, una carta a los Reyes Magos. 

Para los chiquillos del mundo cristiano, inclusive para sus padres, el simbolismo es enorme. Evoca la llegada a Judea de unos magos llegados de Oriente para entregarle presentes “al Rey de los Judíos”, que acababa de nacer en un humilde pesebre de Belén. Oro, digno de la realeza del niño; incienso, una resina aromática (empleada hasta la fecha en diversos rituales litúrgicos), en reconocimiento a su naturaleza divina, y mirra, otra resina vegetal de variados usos (se hacían con ella perfumes y ungüentos), entre ellos un compuesto embalsamador de cuerpos de difuntos, obsequio en el que algunos especialistas ven representada la muerte futura de Jesús.

Abundan las pequeñas historias, las leyendas e interpretaciones sobre el relato sobrio, aunque emotivo e histórico, del texto original: el Evangelio de San Mateo, en donde no se habla de reyes ni de cuántos, el número se deduce de los tres obsequios mencionados; según Wikipedia, se les empieza a llamar “reyes” y a identificar con sus nombres actuales en el siglo VI. Una imagen de la Iglesia de la Natividad, en Ravenna (Italia), muestra la procesión de tres personajes vestidos a la moda persa, en cuyas manos llevan obsequios para la Virgen María, que tiene a Jesús en la rodilla izquierda. Sobre los personajes se leen sus nombres: Baltasar, Melchor, Gaspar, en este orden.

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¿Eran magos? No, al menos en el significado moderno. En aquella época se llamaba magos a los astrónomos, a los hombres sabios, cultos, conocedores de la naturaleza y sus secretos.

Pero volvamos a nuestro 5 de enero. El ensueño mágico de la carta infantil a los Reyes Magos proviene de los dones, de los regalos al Niño nacido en el humilde pesebre de Belén. Y todo ensueño, toda ilusión, encierra una palabra clave: esperanza.

La esperanza no es privativa de los niños. Ni siquiera es privativa del ser humano en lo individual. Entraña, o debe entrañar, una gran dosis de generosidad para hacer de ella un estado de ánimo colectivo. Es todo cuanto se espera y se desea para que los sueños se conviertan en realidad… para todos. La piedra angular para construir esperanza es unir lo personal con lo social. Es mirar hacia adelante, esperar el grato amanecer de un nuevo día.

El sacerdote jesuita español Juan Alfaro, autor, entre otras obras, de Esperanza cristiana y liberación del hombre (1972), relevante especialista del tema, sostuvo que la dimensión de la esperanza no se agota dentro del destino individual del hombre; engloba el destino de la humanidad y del mundo. La existencia del individuo se desarrolla en el camino de la humanidad hacia el futuro.

La esperanza es estímulo, aporta fuerza y tranquilidad; cuando se pierde, la vida se vuelve una dura batalla contra los obstáculos. El hombre existe en el mundo y sobre el mundo, en el tiempo y sobre el tiempo, en la historia y sobre la historia, porque la esperanza se le presenta como la opción fundamental para interpretar el sentido último de su existencia. Es como una necesidad esencial, tanto en el horizonte de su conciencia personal como en el de su relación con el mundo, con los demás y con la historia.

Creo, como muchos, que el mayor regalo que le hicieron aquellos magos de oriente a la humanidad, es que año tras año se convierten en una gran estrella de luz esperanzadora.

Ojalá que hayas puesto tu propia carta en la mente y en el corazón y definido tus deseos. Porque cuando se pierde la esperanza, dejas de creer en ti. Date una oportunidad.

 


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