La corrupción no es un problema de orden cultural. No es un rasgo antropológico de los mexicanos. Las causas de la corrupción no se encuentran en la cosmovisión de los olmecas o en el sincretismo que dio origen a la mexicanidad. No es fatalidad derivada de la conquista española o el infortunio de que no llegaron primero los suizos o los alemanes. Es un problema de diseño institucional y de incentivos sobre las conductas. La corrupción se ha asimilado en las reglas del juego de nuestra convivencia debido a que no existen inhibidores potentes. El sistema político no ha creado antídotos a la apropiación de las funciones públicas. La larga época de la hegemonía priista desactivó los contrapesos entre poderes y, en particular, los dispositivos parlamentarios para fiscalizar el uso de los recursos. La revisión de la cuenta pública fue por mucho tiempo pataleo testimonial de una oposición marginal, con nulas consecuencias políticas o jurídicas. Las contralorías internas, creadas en la década de los ochenta, se convirtieron en más burocracia, en plazas para repartir y, en el mejor de los casos, en mecanismos de control político del Presidente sobre sus subordinados.
El sistema de responsabilidades sobre los servidores públicos —el derecho penal, los procedimientos administrativos sancionatorios y el juicio político— se utilizaron para disciplinar a adversarios del régimen, no para aplicar sanciones ejemplares y hacer pedagogía social. La competencia democrática y la pluralidad reanimaron poderes antes atrofiados, dieron visibilidad a las conductas públicas y abrieron cauce al castigo electoral. Los controles sociales, parlamentarios y judiciales cobraron vigencia con la transición y la alternancia democráticas. Sin embargo, su revitalización ha sido insuficiente para contener la impunidad. Es justo ahí donde radica el problema central de la corrupción: en nuestro país sigue siendo muy baja la probabilidad de que una conducta se juzgue y se sancione, en buena medida por falta de voluntad política de los gobiernos de todo signo, pero sin duda por la disfuncionalidad de las instituciones llamadas a combatirla.
Por ejemplo, los hallazgos de la ASF o de la moribunda SFP que constituyen delitos compiten con otras prioridades en la PGR. No llegan a tribunales por la sencilla razón de que el Ministerio Público debe, con los mismos recursos, perseguir la delincuencia organizada, los secuestros, los delitos financieros y fiscales, etcétera. Buena parte de la energía institucional se destina a otras prioridades de política criminal. No es casual que en los informes de gestión se presuman abultadas cifras sobre remisiones de expedientes al Ministerio Público, pero muy pocas vinculaciones efectivas a proceso y mucho menos sentencias condenatorias. Mientras no sea prioridad política y no existan instituciones especializadas en investigar y perseguir conductas ilegales, la corrupción será el medio corriente para obtener beneficios, conservar privilegios o para acceder a bienes y servicios públicos.
Crear un órgano constitucional anticorrupción no es, en sí mismo, remedio suficiente. Por el contrario, puede ser profundamente contraproducente, en la medida en que no se definan bien los tramos que corresponden al conjunto de las instituciones que participan, directa e indirectamente, en la prevención y persecución de la corrupción. Lo que se requiere es un diseño que le dé lógica y funcionalidad a las distintas dimensiones de la rendición democrática de cuentas: transparencia, control interno y ex nte, control externo y posterior, evaluación del desempeño, persecución penal y supervisión parlamentaria. Una parte de la tarea ya está hecha: la ASF fiscaliza todos los recursos públicos, la justicia oral hará visibles los casos penales, la reforma en transparencia fortaleció al IFAI y la reforma política introdujo la fiscalía anticorrupción. Debemos ocuparnos ahora del resto: homologar para todo el país, a través de una ley general, las conductas que ameritan reproche penal o administrativo; regular las relaciones de todas las instancias de control con la fiscalía anticorrupción (ASF, INE, Consejo de la Judicatura, auditorías o contralorías estatales), de tal suerte que sus hallazgos e investigaciones tengan adecuado seguimiento en sede de persecución penal; introducir una instancia con autonomía técnica y de gestión, nombrado con la concurrencia del Senado, que se encargue de evaluar el cumplimiento de los objetivos y metas de los programas, de revisar el uso de recursos públicos durante el ejercicio y de aplicar responsabilidades a servidores públicos por faltas menores; reducir los alcances del fuero o inmunidad para que no sea obstáculo a la investigación de delitos; reconstruir el sistema constitucional de responsabilidades para que el juicio político no sea arma de lucha entre adversarios y, por tanto, subordinada a la configuración de mayorías, sino un mecanismo de última ratio para combatir la impunidad.
La corrupción es el resultado de la siguiente ecuación: monopolio de la decisión pública más discrecionalidad de la decisión pública menos responsabilidad por la decisión pública (ecuación de Klitgaard). Así las cosas, para abatir la corrupción institucional se requieren más controles, reglas más precisas, más y mejor información sobre la gestión pública, así como mayor eficacia del Estado para reaccionar frente a la conducta corrupta. Para liberarnos de ese lastre no necesitamos convertirnos en suizos o alemanes, sino tener las instituciones de los suizos y los alemanes. Y, sobre todo, hacer que funcionen como relojes suizos o coches alemanes.
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