Independencia o autonomía

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Una vez más resurge a la actualidad el tema de la autonomía como expresión y símbolo de la independencia de una comunidad. Muchos ven en ella el llamado que resume, en un solo golpe, las aspiraciones más nobles de un pueblo.

El fenómeno no es nuevo. Una terca insistencia se impone y es recurrente a lo largo de cientos de años, si no es que de miles. Acaba de suceder en el intento del movimiento escocés para separarse del Reino Unido del que ha formado parte desde 1707. El plebiscito realizado antier dejó su indeleble sello y será ejemplo para un buen número de casos de donde están pendientes de definirse también dilemas separatistas.

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El asunto es bien simple. El ser humano jamás renunciará a su impulso de librarse de lo que percibe como una restricción. Su búsqueda por afirmar su libertad es inherente a su más íntima naturaleza. La historia de la humanidad confirma que esta búsqueda nunca termina. La felicidad que se busca en la independencia no se alcanza con la mera intención. Lo importante es saber encauzar ese anhelo para que cumpla su finalidad. Esto es un asunto muy distinto.

La independencia no asegura acierto. En su más favorable interpretación sólo abre opciones a la exploración. El clamor por ser libres no pasa de ser simplemente un mero anhelo. No se le puede pedir más.

La decisión que los escoceses tomaron esta semana después de una intensa campaña, confirmó lo anterior. Los votantes emprendieron, como lo seguirán haciendo siempre una aventura más en su andar.

Lo anterior no resta importancia a los cambios constitucionales que desde Westminster se tomen para consolidar nuevas fórmulas federales de gobierno. La decisión que se reflejó en las urnas dejó frustrada a casi la mitad de los 4.3 millones de votantes. La libertad que ejerzan, la independencia que utilicen, es simplemente otro caso más del inevitable poder del libre albedrío que caracteriza a la condición humana. La felicidad que surja para unos o el desencanto para otros, no provendrá de cómo actuó el votante, sino de la manera en que luego se aplique el resultado de su voto.

Por circunstancias muy peculiares, propias de las turbulencias ideológicas y los confusos dilemas políticos de esta época, se han dado inesperadas coincidencias de consultas y votaciones en diversos países para resucitar viejos reclamos y proponer nuevos rumbos a pueblos que han formado parte de estados nacionales mayores. Están a la vista los casos de Quebec en Canadá, Flandes en Bélgica, Cataluña en España, Crimea Oriental opuesta a la Crimea europeizada. Se está pendiente de restablecer la Chipre griega a su porción turca, reunificar Cachemira en la India tras de su arbitraria división. Otros pueblos que se sienten privados de sus territorios ancestrales, como el tibetano que aún hoy reclama su independencia, o el de Taiwán que sigue separado de su nacionalidad china milenaria.

No podemos saber si dichas aspiraciones a ser países independientes se cumplirán. Hay casos en que está constitucionalmente prohibido y que realizar el paso implicaría un drástico rompimiento que originaría una verdadera revolución o guerra civil.

El afán independentista de algunas regiones no está resuelto, pero ello no impediría que algún grupo ultranacionalista lo intente. En estos casos habría que sujetar la cuestión al sistema judicial o dejar que el tema se dirima por la negociación o por la fuerza.

En ningún caso, empero, la independencia en sí misma es la vía. La democracia se vale de la independencia, pero nunca es en sí misma la solución. La solución estará siempre en el buen juicio con que se aplique la independencia. El caso de Escocia lo confirmó una vez más. No hay más que felicitarles por haber ejercido con valentía y lealtad la democracia para defender sus principios.


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