¿Es compatible el nuevo sistema anticorrupción con el modelo vigente de protección constitucional a altos cargos públicos? ¿Se deben revisar los mecanismos de inviolabilidad o de inmunidad procesal — el mal llamado “fuero”?—. ¿Estos privilegios funcionales debieron caducar una vez superado el régimen autoritario e hiperpresidencialista o conservan su razón de ser en el pluralismo democrático? ¿Son la causa eficiente de la corrupción y de la impunidad persistente en el país? La inviolabilidad e inmunidad no son ni significan lo mismo. La inviolabilidad es una eximente de responsabilidad política y jurídica, esto es, una condición subjetiva que impide enlazar consecuencias a ciertas conductas. La inmunidad, por el contrario, es una protección procesal y aplicable únicamente en el ámbito penal: imposibilita el ejercicio de la acción penal (no así la procedencia de acciones civiles, mercantiles o laborales, por ejemplo) y, en consecuencia, la aplicación de cualquier medida privativa de libertad, hasta en tanto tal protección no sea retirada conforme al procedimiento establecido normativamente.
Es decir: la persecución penal se subordina a una decisión eminentemente política, aunque no exista evidencia de arbitrariedad o riesgo de evasión de la justicia. En nuestro sistema y para efectos de la aplicación del orden jurídico nacional (en el derecho internacional tiene otros alcances, particularmente a partir del Estatuto de Roma y de la creación de la Corte Penal Internacional), sólo dos tipos de servidores públicos gozan de algún grado de inviolabilidad: por un lado, el Presidente de la República, con respecto a cualquier conducta distinta a la traición a la patria y a las tipificadas como delitos graves que corresponda conocer a la jurisdicción civil (“orden común” en oposición al “fuero de guerra”) y, por otro, los diputados y los senadores por las opiniones que manifiesten en el desempeño de sus funciones. Fuera de su libertad funcional de expresión, los diputados y senadores, así como el resto de los cargos públicos de relevancia constitucional, son sujetos de responsabilidad política (juicio político), administrativa y penal, siempre que en éste último caso se levante la protección a través de la denominada “declaración de procedencia”.
Los sistemas presidenciales se han caracterizado por la irresponsabilidad política del Presidente frente al parlamento y a la inviolabilidad jurídica frente a la jurisdicción. Este arreglo deriva de una concepción fuerte y rígida del principio de división de Poderes: bajo esta lógica, la legitimidad democrática directa del Ejecutivo, independiente y no subordinada a la del parlamento, justifica los cercos de inviolabilidad del primero para garantizar los pesos y contrapesos. Ahora bien, prácticamente todas las constituciones que adoptaron el régimen presidencial en el hemisferio, incorporaron la figura del impeachment estadunidense, esto es, un procedimiento de responsabilidad por delitos oficiales que se desahoga en un órgano político. Como suele suceder en la tropicalización de figuras del derecho comparado, nuestro sistema constitucional no adoptó en sus términos el impeachment: en nuestro país la responsabilidad penal del Presidente únicamente se actualiza por los delitos de traición a la patria y los graves del orden común, mientras que en Estados Unidos el Presidente puede ser llamado a cuentas por traición, corrupción, crímenes y delitos graves; en nuestro país la responsabilidad depende inevitablemente de previa tipificación de la conducta y la sanción que se le aplica es la prevista en la ley penal respectiva, mientras que en Estados Unidos el Congreso tiene un amplio margen de configuración del supuesto de responsabilidad, tal y como sucedió en el caso Lewinsky, y las sanciones pueden consistir en la pérdida del cargo, la prohibición para ejercer cualquier función pública en el futuro o recibir cualquier distinción honorífica; en nuestro sistema jamás se ha abierto un procedimiento de esta naturaleza, mientras que en Estados Unidos se ha utilizado como arma arrojadiza, dada su naturaleza de instrumento de control político.
Así pues, en nuestro sistema constitucional, la inviolabilidad del Presidente es extrema, hasta el grado de imposibilitar dinámicas democráticas de rendición de cuentas; la inmunidad procesal de la que gozan el resto de los altos cargos del orden constitucional y federal, paraliza de manera total la acción penal y, por tanto, abre márgenes de impunidad, tal y como vimos en el lamentable caso Godoy. Sin embargo, la solución no pasa por desaparecer estas figuras. Tienen sentido para asegurar la vigencia de la separación de Poderes, la autonomía recíproca entre éstos y el ejercicio eficaz de las funciones constitucionales. Pero sí que requieren matizaciones. El Presidente no puede ser únicamente responsable frente a un electorado que jamás lo podrá premiar o castigar. Los sistemas presidenciales han incorporado progresivamente mecanismos de rendición de cuentas propios de los parlamentarios o semipresidenciales, con el propósito de crear inhibitorios a las acciones u omisiones indebidas y aumentar la vigilancia, y los controles interorgánicos. Hay, por otro lado, experiencias que limitan los alcances de la inmunidad procesal: modelos que salvaguardan la libertad en el ejercicio del cargo y la tentación de intromisiones invalidantes, a través de protecciones que no impiden la acción penal, pero que exigen que el servidor público enfrente el juicio penal en libertad, siempre que no exista riesgo u ocasión para la evasión de la justicia. El sistema anticorrupción, además de reglas e instituciones, implica la pedagogía de la intolerancia social a la impunidad. Esa pedagogía puede coexistir con inviolabilidades, inmunidades y prerrogativas de protección constitucional. Pero requieren ser razonables y equilibradas. De lo contrario, los antídotos a la impunidad quedarán en puras buenas intenciones.
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