Elogio de la mesura

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El mundo está enojado. En algunos casos creemos saber las razones: en Estados Unidos, por ejemplo, la base social de Trump —en su mayoría trabajadores blancos afectados por la globalización— reclama el retorno de su preeminencia étnica y religiosa, y la de Biden —compuesta en buena medida por afroamericanos y otras minorías víctimas de racismo y discriminación— se queja de que su país no les pertenece. En otros, sin embargo, las causas son menos claras. Y es que en casi todo el planeta pulula gente irritada que toma las calles para protestar. Se trata de un fenómeno multifactorial —uno, creo yo— cuyos comunes denominadores son difíciles de encontrar.

La política suele ser movida más por emociones que por ideas, ciertamente, pero no son estos tiempos de alegría o esperanza: es la era de la ira. Algunos se preguntan por qué cunde la indignación cuando globalmente se ha reducido el número de pobres y amplios segmentos de la población tienen acceso a los avances tecnológicos. Reitero la respuesta que he dado antes: la globalización concentró aún más la riqueza y el poder y redistribuyó el conocimiento y el saber, y ahora los muchos que tienen y deciden poco saben lo suficiente para reclamar equidad a los pocos que tienen y deciden mucho. Internet democratizó la información y gestó así una ciudadanía más exigente e inconforme. A juicio mío, pues, el problema no es tanto la pobreza cuanto la desigualdad, que es la enfermedad del siglo XXI.

Si bien el enojo social, bien encauzado, puede ayudar a un pueblo a liberarse de un mal gobierno, también puede llevarlo a la obnubilación y a la irracionalidad. Por algo Rousseau, el gran teórico de la democracia directa que recelaba de la representatividad, recomendó que los ejercicios para recoger la voluntad general no se hicieran cuando privaran sentimientos exaltados. El encono lleva a la polarización y la polarización al extremismo, que es mal consejero. Si en lugar de justicia se busca venganza, si se pugna por enrocar a oprimidos y opresores, se impone el ojo por ojo y todos quedamos ciegos, como nos advirtió Gandhi. Y la mejor prueba de que nos está ganando la rabia es que hablar de moderación y templanza es, cada vez más, políticamente incorrecto. En México debemos entenderlo: aquellos que apuestan a la crispación polarizadora solo pueden prevalecer si hacen caer en un maniqueísmo inverso a los demás. La sensatez demanda a veces definiciones y posicionamientos categóricos, con el apasionamiento que implican, pero nunca pide cosmovisiones binarias y dogmáticas más allá de la razón. Se puede y se debe ser radical sin ser extremista. Al mundo de hoy le hace falta racionalidad: necesita tanto radicalismo como sea necesario y tanta mesura como sea posible.

PD: Me indigna, y mucho, pero no me sorprende que el autócrata Daniel Ortega se haya propuesto encarcelar al escritor Sergio Ramírez. La degradación moral del régimen nicaragüense —no lo llamo sandinista por respeto a Sandino y a quienes murieron en la lucha contra Somoza— nos ha acostumbrado a esos vergonzosos episodios de represión a disidentes. El retrato de Artemio Cruz que pintó Carlos Fuentes, el del revolucionario que se corrompe al llegar al poder, deturpa ahora el paisaje urbano de Managua.

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