El espíritu faccioso

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Toda exclusión es división y anarquía.

Juan Bautista Alberdi.

Estamos ante un ostentoso y deprimente espectáculo de actitudes facciosas. La democracia liberal se sustenta en la pluralidad y la tolerancia. Acepta la confrontación de ideas y el derecho para disentir, ingrediente medular y consistente de la teoría política. Sin embargo, —paradojas del liberalismo— existe un importante consenso en torno a que hay ciertos principios no sujetos a ser debatidos. Por un tiempo se identificaron como “artículos pétreos” o intocables. Algunos hablan de cotos cerrados o de temas indiscernibles.

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En el escrito número 10 de El federalista, James Madison expresa: “Por facción entiendo cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto”. En la actual campaña electoral, ninguno de los 10 partidos contendientes escaparía a esa definición. Inclusive nuestro manoseado y abigarrado derecho electoral es consecuencia de esa confrontación de intereses, sin considerar que el valor a proteger de esa disciplina jurídica es el respeto al voto ciudadano y no los derechos partidistas. Se pensó más en elaborar normas que regulan una pelea, y no en la orientación axiológica de la democracia para que aflore la voluntad general con el respeto a las minorías.

En el caso mexicano, venimos arrastrando graves fallas. Mariano Otero, hace más de 170 años, escribió: “Entre nosotros la imperfección del sistema electoral ha hecho ilusorio el representativo: por él las minorías han tomado el nombre de las mayorías y, por él, en vez de que los congresos hayan representado a la Nación como es en sí, con todas sus opiniones y todos sus intereses, sólo han representado con frecuencia una fracción y, dejando a las demás sin acción legal y sin influjo, las han precipitado a la Revolución”.

No me asusta la guerra sucia, denominación que me parece absurda. En toda democracia los contendientes señalan las fallas de sus opositores. La ciudadanía tiene derecho a saber quiénes y cómo son los candidatos y juzgar todo lo que sobre ellos se dice. Lo anterior debe ir acompañado de una exposición de ideas y propuestas, ausente en el discurso de los “cazadores” de votos más preocupados por atraer adherentes que por convencerlos. Por eso el debate es el acto más importante de una campaña.

Ya se hacen pronósticos de los resultados electorales y está aflorando algo preocupante: el partido con más posibilidades de triunfo corresponde a la militancia del Ejecutivo estatal, más el evidente involucramiento de la estructura del gobierno federal. A ello se suma la farsa denigrante del PVEM, resucitando la vieja figura del partido paraestatal. Nuestra transición democrática no ha podido delimitar la relación del gobernante con el partido que lo lleva al cargo, quien se siente con derecho a designar candidatos y apoyarlos con el aparato gubernamental. El “dedazo” se generalizó. Subsiste el partido-gobierno en todas las fuerzas políticas. Ése es otro ingrediente que vigoriza el espíritu faccioso.

Se percibe también una actitud nada sutil de acudir a las viejas prácticas para suprimir voces críticas, lo cual ha demostrado, suficientemente, que causa los efectos contrarios. Ya lo debieron haber aprendido los actuales gobernantes, cuya  desaprobación es notoria, antes de llegar a las elecciones intermedias. Ojalá haya un mínimo compromiso de corrección y surja un auténtico liderazgo, el remedio más eficaz para abatir esa enfermedad endémica y letal del espíritu faccioso.


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