Decálogo

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El Presidente y su partido no saben qué hacer con el país. El nuevo régimen priista trivializó los desafíos del presente. Los problemas, aseguraban, se resolverían con la operación pragmática de los experimentados. Pensaron que bastaba con una narrativa reformista para resolver los males colectivos. Reformas para cambiar el estado de cosas y poner en movimiento a la Nación. Gobernar legislando. El Presidente dirige a un equipo que no encuentra el instructivo para gobernar. Una administración que aún no abre la caja de los poderes ejecutivos. Un régimen que entiende su imperio en términos de eventos, adjudicaciones y averiguaciones previas. Para cada dificultad o expectativa, un pacto partidario o una iniciativa legislativa. La fotografía que reúne a “los sectores” como símbolo consensual. La pompa celebratoria de una propuesta a discusión y no de una realización. Decálogos para descubrir el hilo negro.

Para el Presidente y su partido, la coyuntura actual es una herencia evitable del pasado. Una cuestión de municipios coludidos con el crimen, de empresarios corruptores y de rezago económico en una parcela del territorio nacional. Ayotzinapa es, para los priistas, consecuencia de la supuesta “guerra contra las drogas” de la administración anterior, no un fenómeno de mutación sintomática del crimen organizado combinado con la crónica debilidad del Estado para contener su expansión y efectos. En la refulgente interpretación de César Camacho, los 43 normalistas desaparecidos es resultado de la ineludible decisión de Felipe Calderón de enfrentar al crimen organizado, pero no consecuencia de la obstrucción del PRI a la depuración policial, de su mezquindad para asumir responsabilidades o de la negligente gestión de los datos sobre la descomposición institucional y el involucramiento de los criminales con las autoridades políticas. El diagnóstico del gobierno no advierte problema alguno en la irresponsabilidad sistémica de los gobernadores. El cáncer de la inseguridad brota en municipios débiles y cooptados, pero no en los gobernadores que pactan con el crimen, que toleran sus actividades ilícitas o que mandan a sus hijos a tomar cerveza con asesinos; en esos feudos estatales que endeudan a sus ciudadanos, que patrimonializan lo público o que evaden sus deberes por complicidad o por miedo. La corrupción, en el imaginario priista, se corrige con sanciones más severas a los empresarios que inducen a tentación a los impolutos servidores públicos del régimen. La narrativa gubernamental asume que en la debilidad del Estado de derecho nada tienen que ver los ministerios públicos y los jueces federales. El estancamiento económico no es una circunstancia generalizada a causa de la incompetente gestión hacendaria y de la absurda reforma fiscal impulsada por el gobierno y aprobada con los votos del PRD, sino una dificultad focalizada en un puñado de estados alejados del galopante desarrollo. La culpa es de todos, menos de los que tienen en sus manos las riendas del país.

La doble tragedia mexicana es un cúmulo de problemas largamente incubados y un gobierno sin ideas para enfrentarlos. El decálogo del Presidente es la prueba plástica de sus confusiones y, peor aún, testimonio de sus mezquindades. El Estado de derecho, dice el gobierno, reinará con la contención de las bandas criminales (operativo “Tierra Caliente”), la generación de capacidades institucionales a través de cambios normativos (policías estatales únicas, cédula de identidad, desaparición de ayuntamientos), la recuperación del tejido social (plan de desarrollo para el sureste) y con el combate a la corrupción. El gran viraje de este gobierno se redujo a recuperar el programa “Todos somos Juárez”, la “Estrategia Nacional de Seguridad Pública y Justicia 2006-2012” y las instituciones de transparencia, control y rendición de cuentas que se edificaron en la primera alternancia. La misma política a la que el gobernador Peña Nieto, el alcalde Eruviel Ávila y el Senador Murillo Karam se opusieron consistentemente. Las mismas instituciones que desmantelaron en tan sólo dos años bajo la falsa promesa de escalar su eficacia.

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La continuidad no es expresión de debilidad. La autocrítica es la racionalización de las debilidades propias y de las malas decisiones. El gobierno ha avanzado en reconocer que el problema de seguridad es de capacidades institucionales y no, como han repetido en mantra, una mera cuestión de estrategia. Por fin se dieron cuenta que buena parte de la responsabilidad está en los tramos de responsabilidad de los distintos órdenes y ramas de gobierno, y que los buenos deseos de coordinación están secuestrados por petrificados incentivos perversos. La coyuntura los ha obligado a razonar públicamente los problemas del país, esbozar sus causas y trazar la ruta para solucionarlos. El fracaso es inocultable. El Presidente renunció a conducir a la sociedad hacia nuevas realidades. Se tomó una foto, firmó una iniciativa y trasladó al Congreso la responsabilidad de decidir. Pero su gabinete y sus leales le aplaudieron fuerte, muy fuerte, como si con el sesudo decálogo hubieren recuperado credibilidad, legitimidad y rumbo.


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