De tiempos de Augusto

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Es época vacacional. Nada mejor que hacer a un lado los comentarios de grillas y dar paso a cosas que refresquen la mente, que nos permitan aprender de lo que ya pasó, no ayer, sino hace muchos ayeres. Así pues van algunos subrayados, en este caso de una nueva biografía de un emperador romano: Augusto, de revolucionario a emperador, de Adrian Goldsworthy (ed. La esfera de libros). Y aunque todo pasó en Roma, nada parece ser nuevo, ni las campañas ni la corrupción ni la manera de vengarse y buena parte de la política misma. Claro que ahora no se manda ejecutar al adversario, se le deshace en los medios, pero fuera de eso no parece gran novedad lo que pasa.

Como dijo Quinto Cicerón: La gente no solo quería promesas (…), sino promesas hechas de un modo dadivoso y halagüeño (…) Lo que no puedas realizar, declínalo graciosamente o, mejor todavía, no lo declines. Un buen hombre haría lo primero, un buen candidato lo segundo.

Un gobernador de Sicilia especialmente notorio afirmó que un hombre necesitaba ejercer el cargo durante tres años: el primero para pagar su deudas, el segundo para hacerse rico y el tercero para reunir los recursos necesarios para sobornar al juez y al jurado en el inevitable juicio por corrupción que seguiría tras su regreso a Roma.

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A los principales conspiradores no les iba mal bajo el nuevo régimen, pero se sentían agraviados por el dominio de un único hombre, fuera el que fuera.

Antonio dio órdenes de que la mano derecha de Cicerón y su cabeza fueran llevadas a Roma y en su debido momento ambas fueron clavadas a la Rostra, vengándose así de la mano que había escrito y de la boca que había pronunciado las Filípicas. Antes, los macabros trofeos fueron llevados para que los inspeccionara mientras estaba cenando con su esposa Fulvia. La gente dijo que Antonio agarró la cabeza cercenada y rio con salvaje deleite. Después Fulvia cogió el trofeo y le gritó insultos al fallecido, incluso quitándose alfileres del peinado para clavárselos en la lengua.

Marco Junio Bruto era sobrino de Catón, pese a lo cual se había rendido a Julio César y le había ido bien. Su tío se había clavado la espada antes que aceptar la clemencia del vencedor. Un suicidio semejante no es fácil de conseguir, por lo que Catón no murió, lo cual permitió que su hijo fuera a buscar médicos y vendarle la herida. Al quedarse solo, Catón se abrió los puntos y se sacó las entrañas, muriendo de una forma especialmente horripilante muy a tono con su habilidad para pintar a sus oponentes como unos brutales opresores.

El historiador Apiano destacó con aspereza la paradoja de esperar que un electorado que podía ser sobornado acudiera a la llamada de un grito de libertad.

Una cosa, sin embargo, exige comentario, que hacia los proscritos sus esposas mostraron la mayor de las lealtades, sus libertos no poca, sus esclavos alguna y sus hijos ninguna. (Veleyo Patérculo, comienzos del siglo I ).


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