Simmel decía: “La negación es lo más sencillo que existe. A ello se debe que las grandes masas, cuyos elementos no pueden ponerse de acuerdo respecto a un objetivo, coincidan en ella”. Inútil solicitar la opinión positiva de las masas, o su voluntad crítica: solo poseen un poder indiferenciado, un poder de rechazo. Solo son fuertes con lo que expulsan, con lo que niegan, y fundamentalmente con cualquier proyecto que las supere, cualquier clase o inteligencia que las trascienda.
Toda la publicidad y el discurso político son un insulto público a la inteligencia y a la razón, pero un insulto del cual somos parte integrante, una abyecta empresa de interacción silenciosa. Se acabaron las tácticas de disimulo; hoy se nos gobierna en términos de franco chantaje.
También es cierto que ya nada nos repugna de verdad. En nuestra cultura ecléctica, que corresponde a la descomposición y a la promiscuidad de todas las demás, no hay nada inaceptable, y a eso se debe que la repugnancia crezca, junto con las ganas de vomitar esta promiscuidad, esta indiferencia de lo peor, esta viscosidad de los contrarios.
Nuestra violencia, la producida por nuestra hipermodernidad, es el terror. Es una violencia-simulacro: mucho más que de la pasión, surge de la pantalla, es de la misma índole que las imágenes. La violencia está en potencia en el vacío de la pantalla, por el agujero que abre en el universo mental. Hasta el punto de que es mejor no encontrarse en un lugar público donde opera la televisión, dada la considerable probabilidad de un acontecimiento violento inducido por su misma presencia.
La violencia de los hooligans es una forma exacerbada de la indiferencia, que encuentra tanto eco porque juega con la indiferencia homicida. Más que un acontecimiento, esta violencia es, en el fondo, al igual que el terrorismo, la forma explosiva que adopta la ausencia de acontecimiento. O, más bien, la forma implosiva: es el vacío político (más que el resentimiento de tal o cual grupo); es el silencio de la historia (y no la inhibición psicológica de los individuos); es la indiferencia y el silencio de todos lo que implosionan en este acontecimiento. Así que no es un episodio irracional de nuestra vida social: está en plena lógica de su aceleramiento en el vacío.
Depende también de otra lógica: la iniciativa de la inversión de los roles. Unos espectadores (los hinchas ingleses) se convierten en actores, sustituyen a los protagonistas (los futbolistas) y, bajo la mirada de los media, inventan su propio espectáculo (que confesémoslo, es aún más fascinante que el otro). Ahora bien, ¿no es eso lo que se exige del espectador moderno? ¿No se le pide que se vuelva actor, que abandone su inercia espectadora y que intervenga en el espectáculo? Los romanos tenían la franqueza de ofrecer semejantes espectáculos, con las fieras y los gladiadores, directamente sobre el escenario; nosotros solo lo ofrecemos entre bastidores, accidentalmente, por efracción, sin dejar de reprobarlos en nombre de la moral (pero los ofrecemos mundialmente como pasto a la televisión: esos pocos minutos de televisión fueron los primeros en el hit parade del año).
Hay una manera de llevar a cabo una política de lo peor, una política de provocación hacia los propios ciudadanos, una manera de desesperar a categorías enteras de población hasta empujarlas a una situación casi suicida que forma parte de la política de ciertos Estados modernos.
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