Cuatro renglones: la autonomía traicionada

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El Presidente de la República tiene en el artículo 89 de la Constitución, su mandato esencial; reunidas ahí sus principales facultades. Pero ni son las únicas, ni tampoco las más poderosas de eso que a lo largo de nuestra historia hemos llamado el Presidencialismo. Fenómeno que se combina con las amplias facultades constitucionales, y con las que Jorge Carpizo llamara las "meta-constitucionales".

En realidad, el poder presidencialista mexicano tiene su ancla, su cañón, su fuerza, en el artículo 27 de la Constitución. Es el instrumento de promesa o sanción más eficaz que puede dispensar un solo hombre; es la palanca con la que el Presidente, puede moverlo casi todo. Junto con el mando de las fuerzas armadas, constituyen el verdadero poder del Presidente.

El 27 constitucional lo hace señor y dador de vida; sólo él puede otorgar las concesiones para explotar, usar o aprovechar todos los recursos naturales de la Nación y delegar a partículares la prestación de los servicios que corresponden al Estado. Minas, bancos, carreteras, aguas, litorales, hidrocarburos, el espacio aéreo, etc, son destinos que el Presidente Dios otorga a unos cuantos, sólo con el poder de su firma.

Aunque conserva la fuerza de su poder esencial, esa facultad concesionaria ha tenido desgajamientos en las últimas décadas, y uno de los más relevantes fue en el tema de las Telecomunicaciones y la radiodifusión, pues se generó, tratándose de bienes del dominio de la Nación una primera excepción: "la explotación, el uso o el aprovechamiento de los recursos de que se trata… no podrá realizarse sino mediante concesiones, otorgadas por el Ejecutivo Federal, de acuerdo con las reglas y condiciones que establezcan las leyes, salvo en radiodifusión y telecomunicaciones, que serán otorgadas por el Instituto Federal de Telecomunicaciones".

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En esta excepción al poder de concesionamiento del Ejecutivo Federal se basó la idea de crear un órgano fuerte, independiente y eficaz para regular a esos sectores tan influyentes – en lo político y en lo económico -, como lo son las telecomunicaciones, la radio y la televisión. Era la medida ineluctable para concretar la autonomía, y conseguida ésta, todo lo demás vino por añadidura. La constitución creó, en el artículo 28, uno de los órganos constitucionales autónomos más poderosos. Lo dotó de casi todas las facultades regulatorias, de administración y sanción del espectro radio-eléctrico del país. A su cargo, "la regulación, promoción y supervisión del uso, aprovechamiento y explotación del espectro radioeléctrico, las redes y la prestación de los servicios de radiodifusión y telecomunicaciones…" Le confirió además facultades exclusivas en materia de competencia económica en éstos sectores.

Para defender esa nueva fortaleza constitucional frente al poder mismo del gobierno, el constituyente le puso en sus manos la espada y su escudo: lo facultó en el artículo 105 para interponer controversias sobre la constitucionalidad de los actos del Poder Ejecutivo o disposiciones generales emitidas por el Congreso de la Unión. Esa legitimidad no sólo fue para impugnar leyes contrarias a su forma de organización y funcionamiento constitucional, sino para defender el interés público, los principios y objetivos mismos de su naturaleza jurídica, la tutela de derechos humanos fundamentales, como el derecho a la información.

Varios actores políticos y sociales abrigaron la esperanza de que ese poderoso órgano constitucional llamado Ifetel, tuviera la dignidad, la decencia – no era asunto de arrestos -, para defender la supremacía constitucional de su autonomía, brutalmente violentada en la ley secundaria de Telecomunicaciones y radiodifusión a través de varias disposiciones que invaden, vulneran, restringen y en otros casos substituyen por parte de dependencias del Ejecutivo, las facultades, atribuciones y funciones asignadas al Ifetel. Entre ellas, ni mas ni menos, la más importante dentro del ejercicio exclusivo que se le confirió en materia de competencia económica: el combate a los fenómenos de concentración y a las prácticas monópolicas, tanto absolutas como relativas, que el artículo noveno transitorio de la nueva legislación hace añicos.

La semana pasada se dio cuenta, en un comunicado de prensa sobre diversos asuntos, que el Ifetel no presentaría el recurso de inconstitucionalidad. A un lado el mínimo deber de la explicación o el razonamiento de su decisión, se apuntó al final del boletín, en cuatro renglones: "Por otro lado, en la sesión de hoy el pleno del IFT rechazó, con cinco votos, la propuesta presentada por las comisionadas María Elena Estavillo y Adriana Labardini para promover una controversia constitucional en contra de determinados artículos de la Ley Federal de Telecomunicaciones y radiodifusión y de la Ley Federal de Metrología y Normalización".

Lo escueto sólo confirmó la pequeñez de la visión reguladora, el despreció por la Constitución que juraron defender, la abdicación, a muy temprana hora, de la autonomía que tanto esfuerzo costó a tantos, durante mucho tiempo. Transformadas las relaciones de coordinación, en obediencia y subordinación al Ejecutivo, el caso nos muestra la crisis institucional de las "nuevas autonomías", que tanto se presumen y por donde también se están vaciando las normas constitucionales, ahondando más el problema esencial de nuestro país: sus centros de decisión están cooptados, sometidos, chantajeados, y varios de ellos corrompidos, por los peores intereses partículares o de facción.

Claro que quedan de contraluz para este momento oscuro, la lucidez y claridad de lo expuesto por Maria Elena Estavillo y Adriana Labardini en el programa de Carmen Aristegui del pasado viernes 5 de septiembre. Los momentos de vergüenza se aprecian en toda su dimensión, cuando existen dignidades y escrúpulos que los denuncian.


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