Cuando los niños no importan

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“En un ajetreado día, como suelen ser todos en la clínica, recibí a una joven embarazada. Venía acompañada por tres pequeños niños y me insistía en su deseo de que este cuarto bebe pudiera nacer en buenas condiciones. Durante la consulta había datos que no cuadraban y era obvio que no decía toda la verdad. Entonces le pedí que tomáramos unos minutos para platicar con confianza pues sólo así podía ayudar con un diagnóstico más certero. Después de unos minutos que parecieron eternos me dijo: la verdad doctor es que estos tres niños son de mis hermanos que me violaron durante muchos años hasta correrme de la casa con los niños, y este bebe que estoy esperando sí es de mi esposo y quiero que nazca muy bien porque será el primero que tendré porque yo quiero”.

Este testimonio verídico lo escuché de un médico joven que durante días no podía apartar ni la imagen de esta joven y mucho menos su historia.

El asunto es complejo y los datos hablan por sí mismos: Conforme a estudios que han realizado diversas instituciones y organismos nacionales e internacionales (OCDE, UNICEF, CNDH, ONG’s), México se encuentra en los primeros lugares en violencia física, abuso sexual y homicidios de menores. A lo anterior se suma que en el año 2014 la Comisión Nacional de Derechos Humanos reportó que en el primer trimestre de ese año, comparado con 2013, las acusaciones sobre abuso sexual de menores aumento 73 por ciento, según datos recabados en 24 entidades. En el año 2013 la Organización de Naciones Unidas y el Departamento de Seguridad de Estados Unidos catalogaron a México como el primer lugar en distribución de pornografía infantil a nivel mundial.

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La impunidad es evidente, pues de 22 mil casos de maltrato infantil en los últimos años, sólo 5,800 se presentaron ante el ministerio público.
Varios especialistas de la Universidad de Málaga reflexionan sobre esto y concluyen con el término “adultocracia” para referirse a aquella relación de dominación simbólica o material por la que los adultos se sitúan en relación de superioridad con respecto a otros grupos sociales.

Pero el asunto nodal no son las cifras sino los rostros, vidas, historias de niñas y niños víctimas de una violencia brutal que sólo se explica a la luz de cadenas de corrupción, complicidad e impunidad de un sistema que protege al que abusa y lastima, no así a las víctimas de esta violencia. Un sistema en donde estos delincuentes se encuentran cómodos porque muy pocos de ellos rinden cuentas y enfrentan consecuencias.

Al joven médico que me compartió este caso le quitaba el sueño pensar en la violencia y abuso sexual sufrido durante años por esta joven mujer, y a la vez, el saber que los violadores seguían viviendo a sus anchas sin temor alguno.

Lydia Cacho en su artículo Audultocracia Hipócrita afirma:

“…Ni los jóvenes peyorativamente apodados ninis, ni los millones de bullies que asumen el poder de la violencia como liderazgo, ni los miles que a los trece consumen y venden tachas en la escuela, llegaron allí por si mismos. Detrás hay millones de personas adultas que no se atrevieron a reinventar la educación, a comprender los retos y peligros que, muchos creen, se pueden enfrentar con viejos modelos educativos basados en un modelo jerárquico de poder que silencia el disenso y niega el miedo… lo cierto es que no todo está perdido, nos toca escuchar, guiar, acompañar en lo que para ellos y ellas es un futuro posible, sin inocencia ni culpa, con responsabilidad y formación”.

Un crimen contra un niño es un crimen contra todos, porque no podemos esperar una cultura de diálogo y de paz, si lo que sembramos es violencia y odio.

Romper la indiferencia es apenas el principio para lograr transformar a fondo un sistema que, sin desestimar esfuerzos y compromisos legítimos de algunos, demuestra a los cuatro vientos que ser niño significa para miles y miles, el mayor riesgo para ser destruido.


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