El diseño, implementación y desarrollo del nuevo sistema de justicia penal, que iniciará el próximo año en el ámbito federal, necesariamente debe tomar en cuenta que la administración e impartición de la justicia suponen —en realidad— un relevante gasto presupuestal, mismo que se sufraga fundamentalmente con el dinero de los contribuyentes. Al respecto, cabe recordar que nuestro derecho constitucional garantiza el derecho humano esencial que tiene toda persona no solo de acceso a la justicia pronta, completa e imparcial, sino también de gratuidad en su servicio.
Si bien el “número de juzgador por habitante” en México no presenta los niveles que existen en los países desarrollados más avanzados, este dato no debe ser visto como un salvoconducto para pedir mayores recursos per se, pues lo que importa —en cualquier caso— es que la justicia a la que acuden las y los mexicanos sea efectiva, oportuna y eficaz, tanto formal como materialmente.
Es decir, de nada sirve que año con año los poderes judiciales federal y locales, con todas sus especialidades, conozcan cada día de más y más complejas controversias, si finalmente el tipo de justicia que imparten se sustenta en resoluciones que mayoritariamente no se traducen en decisiones verdaderamente tangibles, concretas y útiles para los justiciables.
Lamentablemente, una institución tan señera como el amparo, por ejemplo, se ha desvirtuado al abusar de ella, convirtiéndola en un instrumento poco propicio para cumplir con la justicia mexicana, al menos en los términos que manda nuestra Constitución federal; y la que ya —en muchos casos y de forma paradójica— dilata, obstruye e imposibilita la reparación del daño o la restitución del derecho vulnerado.
Efectivamente, esa profunda desviación del amparo de su verdadera intención, que consistía originalmente en ofrecer al gobernado un juicio constitucional de naturaleza rápida, ágil y sencilla para la protección de los derechos humanos fundamentales, se ha convertido —principalmente en su mayoritaria vertiente de legalidad— en una instancia tarda, fragmentada y sumamente costosa para el conjunto de la población.
Así, el nuevo sistema de justicia penal deberá cuidarse para que los nuevos procedimientos que va a incorporar, sean realmente eficaces; y para que los mecanismos alternativos de solución de controversias se impulsen decisiva y paralelamente con el propósito de evitar el congestionamiento de los nuevos juzgados y tribunales; además de censurar con todos los medios al alcance de la ley la perniciosa práctica de criminalizar todo tipo de causas con el fin de lograr el cobro de deudas de naturaleza esencialmente civil o mercantil.
En esa formidable tarea, también la nueva procuración de la justicia que realizarán tanto la policía ministerial como el Ministerio Público federal, deberá asumir la idea irrebatible de que la “justicia tarde no es justicia”, por lo que tendrán que incorporar las acciones que sean necesarias para que, una vez presentada la denuncia o iniciada la investigación, éstas se tramiten con celeridad, profesionalismo y oportunidad.
La nueva justicia penal federal mexicana deberá entender y deberá asumir la premisa lógica de que no tiene por qué entrar en conflicto la eficacia de su prestación con relación a su mayor costo, pues lo que exige nuestra actual situación económica es precisamente encontrar procedimientos y procesos que se rijan por métodos innovadores, que invariablemente ofrezcan el mejor servicio judicial con el menor gasto público.
En suma, la adopción del sistema penal federal de corte acusatorio y adversarial no sólo planteará cuestiones de transparencia pública y de responsabilidad democrática de la mayor relevancia por los motivos apuntados, sino también la cuestión básica de si los valiosos recursos presupuestales que se asignarán para ese propósito conllevarán o no —al final del enorme esfuerzo que ello supondrá— el imprescindible mejoramiento del servicio de la justicia mexicana, de forma que sea real, cercana y, por qué no, rentable.
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