Vaya paradoja que se vive en Chile. Hace un año, su ciudadanía se volcó a las urnas en el contexto de un plebiscito nacional, con el propósito de dar por muerta la letra de la constitución heredada por el régimen dictatorial de Augusto Pinochet, la cual ha normado su vida nacional desde la transición democrática conseguida —también a fuerza de sufragios— en 1988. Sin embargo, la primera vuelta de las elecciones presidenciales del pasado domingo (N.E. 21 nov 2021) deja ver que los términos del debate entre orden y comunismo se mantienen vigentes en pleno siglo XXI, como una de las principales líneas de conflicto social.
El aniquilamiento del centro político en esta elección resulta por demás llamativo si consideramos que, de acuerdo con estadísticas públicas, la población chilena que vive en condiciones de pobreza asciende al 10% del total; una proporción que puede ser considerada baja en comparación con la observada en otras naciones de América Latina, como Argentina, que alcanza el 40%, o Venezuela, que llega hasta el 94.5% de sus connacionales. Además, su economía crecerá este año un 11% tras un cálculo inicial de apenas 6.5%, proyectado por el Fondo Monetario Internacional.
Es cierto, al margen de partidos e ideologías, Chile ha sido referente de estabilidad institucional, crecimiento económico y reducción de la pobreza a lo largo de su vida democrática. Y, en su último capítulo, los beneficios políticos de los indicadores positivos mantenidos en la gestión del presidente Sebastián Piñera Echenique se pudieron haber eclipsado, debido principalmente a sentar los detonadores de la revuelta social de 2019, los cuestionamientos en torno al manejo de la pandemia de covid-19; así como por la revelación de su nombre en los Papeles de Pandora. Escándalo derivado de una supuesta evasión fiscal que lo tuvo al borde de la destitución con la aprobación de juicio político votado en la Cámara de Diputados, pero rechazado en días recientes por el pleno del Senado. Son estas contradicciones las que tienen en la reprobación popular al presidente Piñera. De acuerdo con un estudio de opinión realizado por el Centro de Estudios Públicos, al día de hoy, siete de cada diez chilenos mantienen reprobada su gestión. Tendencia que es consistente con lo revelado en otras encuestas. Lo interesante es que, en el marco de la sucesión presidencial, este rechazo generalizado no está regresando el péndulo del poder a las alternativas más moderadas de la oposición, como, por ejemplo, sucedió en 2014 con el retorno al segundo periodo presidencial de Michelle Bachelet; sino, por el contrario, a los emblemas radicales de la boleta liderados por el ultraderechista José Antonio Kast, así como por el simpatizante de la corriente comunista y crítico de los gobiernos emanados del centro-izquierda, Gabriel Boric.
Así, en la segunda vuelta electoral, a realizarse el próximo 19 de diciembre, Chile sólo podrá elegir entre un candidato de ultraderecha que sostiene vasos comunicantes con los fundamentos sociales que dieron pie al golpe de Estado y la dictadura de Augusto Pinochet; y un aspirante presidencial que suele hacer apologías de organizaciones guerrilleras chilenas, como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, o que trivializa con soltura el asesinato de un congresista de centro-derecha, así haya que pedir perdón en un momento posterior para disimular ante el electorado su propensión natural a corrientes extremistas de izquierda. Actitudes, de ambos lados, que han sido ampliamente difundidas en medios de comunicación chilenos.
El éxito de los extremos políticos deja ver un cambio generacional de fondo en el electorado chileno. Todo un nuevo segmento de votantes que no vivió en carne propia los excesos de la dictadura militar, como tampoco encontró respuestas satisfactorias en la siguiente oleada de gobernantes moderados que controló al país durante las últimas tres décadas. Ello habla de una clase política agotada, si se recuperan las palabras de la propia Michelle Bachelet, quien afirmó que parte de la coalición que sustenta la candidatura de Boric está conformada por “los hijos de militantes de partidos tradicionales” con antecedentes familiares de alto rango en las presidencias que fueron entre 1990 y 2010. Ya ni esas fuerzas emergentes encontraron sentido de participación en los viejos institutos políticos.
La inquietud hacia adelante no sólo se centra en por cuál de las dos corrientes extremas se decantará el electorado chileno, sino qué pasará con la redacción de la nueva constitución, bajo control de una tendencia mayoritariamente de izquierda —debido a que los 155 constituyentes fueron electos en el contexto de la revuelta social y, por lo tanto, en un entorno que favorecía a esa corriente del espectro ideológico—, si la ultraderecha termina controlando el poder tras la elección de diciembre. Falta que Chile, además de no tener centro político, también carezca de constitución de amplio consenso.
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