Aunque muchos pensadores se han esmerado en el intento de distinguir la ética, la política y las leyes, éstas no pueden separarse. No se puede concebir una sin las otras y es esencial que toda decisión desde el poder se remita a que coincidan. Sin embargo, estamos padeciendo una crisis causada por una destreza atrofiada de la bondad y la razón para hacer gobiernos eficientes que a su vez reciban el apoyo ciudadano. Atender las cuestiones sociales es, de todas las actividades, la que más desafía la condición humana. Los avatares del ejercicio del poder reflejan vicios y virtudes.
Dicho lo anterior, estoy convencido de la disfuncionalidad de la añeja división de izquierdas y derechas. Prefiero hablar de benevolente (actuar de buena fe, intención de hacer el bien), malevolente (malqueriente, con intenciones aviesas) y de ambivalente (dos valores frecuentemente opuestos).
Si una persona con responsabilidad pública no está motivada para hacer un buen desempeño, no tiene caso discernir sobre sus propuestas o promesas. Cicerón sostenía que los auténticos filósofos son los estoicos, ponían en el centro de sus reflexiones las virtudes y la capacidad de convertir las pasiones en compasión. Esto es, sentir el dolor ajeno y estar dispuesto al sacrificio, si es necesario, para aliviarlo.
Marco Aurelio expresaba: “Dígase y hágase lo que se quiera, mi deber es ser bueno. Como si el oro, la esmeralda o la púrpura dijeran siempre eso: `’Hágase o dígase lo que se quiera, mi deber es ser esmeralda y conservar mi propio color”.
Vivimos en la era de los “saberes productivos” o de la llamada “era del conocimiento”, pero para muchos es la era de la ignorancia, de la incultura o de la “alienación posmoderna”. Lo cierto es que, a pesar de las innovaciones y la abrumadora información, hay mucha confusión y la democracia, de la que nos sentíamos tan orgullosos, se ha horadado como cedazo para elegir a los más aptos a los más altos cargos de la pirámide institucional. Hay que revisar los principios más elementales y nutrirse de la historia para percatarse de lo que da buenos resultados y de lo que se debe evitar.
El andamiaje jurídico tiene ese fin. Es una herramienta que conserva y cambia, no trastorna, obliga a gobernantes y gobernados a la vida civilizada. Por eso insisto en que el derecho debe tener vitalidad, motivación generadora de buenas conductas. Debe detonar la potencia de un pueblo; no cohibirlo, sino incentivarlo a cumplir deberes. Se puede confirmar en las naciones de mayor bienestar: hay una reverencia respetuosa a las normas y se tiene la firme convicción de que a todos conviene cumplirlas.
El derecho mexicano no está en agonía, pero sus signos vitales están disminuidos. Desde la forma en que enseñan nuestros ordenamientos, los métodos conforme a los cuales se elaboran y la manera en que se aplican son deplorables. Para nuestro infortunio, hemos padecido lo peor en tiempos recientes.
Es duro decirlo, pero hay personajes malévolos o ambivalentes —para el caso es lo mismo— que utilizan los mandamientos legales para ejecutar sus arbitrariedades. Los errores legislativos causan daños irreparables y monstruosos. Díganlo si no los estadunidenses por preservar un proceso de elección que hace mucho debió ser modificado, puede arribar a la presidencia un delincuente —declarado así por 12 ciudadanos con firme conciencia de lo legal—, pero a quien seis integrantes de su máximo órgano de justicia le concedieron inmunidad.
El mal no se hace involuntariamente, sino con toda intención. ¿Alguien dudó de que suspender el aeropuerto de Texcoco no iba a tener repercusiones nefastas para la economía? ¿Alguien duda hoy que, de consumarse la reforma al Poder Judicial, causará su demolición?
Los estoicos tenían razón. Kant lo reafirmó hablando de “la artimaña de la naturaleza”. Hay coincidencias que son inexplicables, pero que, sin ellas, no se entiende la supervivencia de la humanidad.
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