En su libro, Niveles de vida (Anagrama), Julian Barnes, el brillante escritor inglés hace un recorrido por tres distintas historias. La tercera (La pérdida de profundidad), es la personal, más bien, la íntima. En ella Barnes habla de la muerte de su esposa y del duelo que inicia tras la pérdida del ser amado. Es una confesión de dolor y de desesperanza, de pensamientos y sentimientos que es ese inevitable viaje en círculos que es el duelo. Van algunos subrayados:
El amor nos da una sensación de fe e invulnerabilidad. Y a veces, funciona. (…) Porque toda historia de amor es una potencial historia de aflicción.
Y, como dijo E.M. Forster: “Una muerte puede explicarse a sí misma, pero no arroja luz sobre otra”.
Nuestro duelo se ajusta a nuestro carácter.
Sabía ya que solo las viejas palabras servían: muerte, congoja, tristeza, pesar, sufrimiento. Nada modernamente evasivo o medicinal. La aflicción es un estado humano, no médico, y aunque haya píldoras que nos ayuden a olvidarla —y todo lo demás— no hay pastillas que la curen. Los afligidos no están deprimidos, sino solo debida, adecuada, matemáticamente tristes.
Una aflicción no explica otra, pero pueden superponerse. Y por eso hay complicidad entre afligidos. Solo tú sabes lo que sabes, aunque solo sea que sabes cosas distintas.
Enseguida comprendí que la aflicción clasifica y reordena a quienes rodean al afligido; que pone a prueba a los amigos; que algunos la superan y otros fallan. (…) los jóvenes reaccionan mejor que las personas mayores; las mujeres, mejor que los hombres.
El amor puede no conducir a donde creemos o esperamos, pero con independencia del resultado debería ser un llamamiento a la seriedad y la verdad. Si no es así —si su efecto no es moral—, el amor no es más que una forma exagerada de placer.
Cuando matamos —o exiliamos— a Dios, también nos dimos muerte. ¿Nos percatamos de ello suficientemente en su momento? Si no había Dios, no había vida de ultratumba, no existíamos nosotros. Hicimos bien, desde luego, en matar a aquel amigo nuestro tan antiguo e imaginario. Y no habría otra vida después de la muerte. Pero cortamos la rama en la que estábamos sentados. Y la vista de allí, desde aquella altura —aunque fuese solo un espejismo— no estaba tan mal (p.106).
¿Es el “éxito” un logro en el luto, en el duelo, en la tristeza, o no es más que un nuevo y determinado estado? Porque el concepto del libre albedrío parecerá intrascendente aquí; la atribución del propósito y virtud —la idea de que la labor del duelo se verá recompensada— no viene al caso.
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