Semillas transgénicas, dominadas por un consorcio mundial

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La suerte de la agricultura mundial y por ende de la alimentación popular está en peligro de ser afectada profundamente por la decisión de Bayer, anunciada esta semana, de comprar en 66 mil millones de dólares la empresa Monsanto, el gigante productor mundial de transgénicos y pesticidas. La suma de ambas compañías ya reúne más del 50% del comercio mundial de productos agroquímicos y fitosanitarios.

Todo comenzó hace años con la búsqueda, mediante los principios de la genética, de nuevas variedades más productivas y resistentes, de trigo, maíz, sorgo y frijol que son la alimentación básica de África, Asia y América Latina.

El caso más famoso de reingeniería genética lo vivimos de cerca los mexicanos en los laboratorios y campos experimentales de nuestro país, donde el agrónomo Norman Borlaug dirigió sus históricos trabajos que le ganaron en 1970 el Premio Nobel de la Paz. En 1968, las semillas mejoradas mexicanas de trigo, resistentes a las sequías, al sol y a diversas plagas, llegaron a la India desde Sonora y del Estado de México a los campos de Gujarat, multiplicando cosechas y conjurando las hambrunas que por décadas enteras asolaron a la India, Paquistán y Bangladesh, inaugurando así con la famosa “revolución verde”, un nuevo capítulo en la historia de la alimentación mundial.

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Hasta aquí la historia amable del tenaz proceso de modificaciones genéticas al que aludimos. Pero saber modificar las características moleculares de las semillas abrió un inagotable horizonte para hacer de la producción y distribución de las semillas mejoradas una actividad en extremo lucrativa.

Hoy en día, las semillas mejoradas significan un comercio mundial de 24 mil millones de dólares anuales de productos férreamente blindados con patentes y acuerdos internacionales que aseguran inmensas utilidades a las empresas que las desarrollan y distribuyen. Según la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece), el mercado mexicano de  mil 850 millones de dólares es atendido por un corto número de empresas como Dow, Dupont o Syngenta. Monsanto, por sí sola, representa aquí el 80% de esta actividad.

Surgen los comentarios. En primer lugar, las semillas mejoradas son estériles, no se reproducen. El agricultor tiene que renovar su dotación para cada cosecha por lo que su dependencia de alguna de las empresas transnacionales es inevitable. Consecuencia de lo anterior es la supeditación de los agricultores y de los programas agrícolas gubernamentales a las empresas proveedoras que cotizan las semillas a su conveniencia.

En segundo lugar, el largo proceso de mejoramiento de las semillas borra su historial genético. Cada generación suplanta a la anterior, lo que significa la probable desaparición de algunas características benéficas propias de las semillas originales. Para vencer esto se requieren costosos “bancos genéticos”, donde se guardan ejemplares de semillas iniciales a fin de poder regresar a ellas en el caso de que algún proceso de perfeccionamiento de una cualidad determinada hubiera suprimido cierta cualidad original que hubiera que rescatar.

De la modificación genética de las semillas depende, pese a la fuerte oposición de grupos ecologistas, una creciente proporción de cultivos modernos, no sólo de granos básicos, sino ahora de frutas y hortalizas que se “mejoran” para su atractiva presentación en los grandes supermercados.

Son muchas más las repercusiones de la concentración en pocas y poderosas empresas privadas de alcance mundial. Ello implica radicar en ellas el grueso de la investigación a nivel de laboratorio y las críticas pruebas de campo para luego replicarlas a gran escala y, lo que es muy crucial, patentar los procesos en favor de las propias empresas productoras. El poder monopólico implica una inaceptable servidumbre sobre una gran parte de la agricultura y de programas de gobierno afectando la seguridad alimentaria misma de cada país. La criticable desaparición en 2007 de la Productora Nacional de Semillas (Pronase), creada en 1961, nos dejó sin una alternativa estratégica.

La perspectiva de que la ejecución de los programas alimentarios promovidos por organismos como la FAO, el PNUD y el Banco Mundial tenga que pasar por la negociación con entidades comerciales como la Bayer-Monsanto plantea graves interrogantes.

No es tolerable que la alimentación de miles de millones de seres humanos quede sujeta a las decisiones de un apretado grupo de empresas privadas cuya primera prioridad es obtener las máximas utilidades posibles de un mercado científicamente cautivo.

 

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