Salinas y Peña: ¿la modernidad frustrada?

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Las similitudes entre el proyecto Salinista y el de Enrique Peña son evidentes y no son casuales, el hilo conductor de ambos gobiernos es el mismo. Ambos proyectos fascinaron a muchos dentro y fuera de México, pero ambos provocaron también su rápida desilusión. Lo que parecía ser la narrativa de un cuento de progreso terminó en una historia de frustración.

De la misma forma que en 1994 el levantamiento Zapatista nos hizo dirigir la mirada al México donde no hay justicia, 20 años después, en 2014, Ayotzinapa nos vuelve a recordar que sin justicia no puede haber progreso ni paz social.

Ambos proyectos, el de Salinas y el de Peña parecen partir de la misma idea de que sólo impulsando reformas económicas el país puede alcanzar la prosperidad. Esta estrategia que ilusionó en 1994, y que volvió a entusiasmar al inicio de este sexenio, ha demostrado ser equivocada o al menos, insuficiente. México no sólo necesita crecimiento del PIB per cápita sino Estado de derecho: que sus instituciones funcionen y que aquél que desafíe la ley sea castigado, independientemente de sus nexos políticos.

Claramente, la veintena de reformas estructurales que durante casi dos años gobierno, partidos y Congreso construimos, en su mayoría orientadas a hacer de México un país más competitivo con el fin de hacer crecer la economía, y llevarnos a la modernidad, pueden verse frustradas por la falta de instituciones democráticas fuertes y eficaces capaces de hacer cumplir la ley y terminar con la impunidad.

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Desde la noticia de la desaparición de los 43 normalistas y más aún, después de haberse dado a conocer las declaraciones de quienes presuntamente los mataron y quemaron, la imagen de México en el exterior y ante nosotros mismos, está por los suelos. ¿Cómo fue que llegamos a este nivel de descomposición social e institucional?

Este México inmisericorde con los suyos que hemos dejado gestarse en nuestras narices desde hace años, debe desaparecer, porque sabemos para nuestra vergüenza, que Iguala no es ni por mucho, un caso aislado, y que por el contrario, son muchos los municipios y estados donde la confabulación de las instituciones con el crimen es el pan de todos los días.

Así que no es suficiente un proyecto de gobierno centrado en la política económica, se necesita un orden jurídico institucional que funcione. A diferencia de Salinas y, hasta ahora, del presidente Peña, este binomio lo entendieron bien los alemanes en los años 30 y lo denominaron ordoliberalismo. A esto le deben en gran medida el surgimiento del “milagro” económico alemán.

La buena noticia es que Peña Nieto tiene una ventaja frente a su antecesor, Salinas. El presidente Peña tiene además de las lecciones de la historia, tiempo para rectificar y así, evitar un estallido social mayor, lo cual implica asumir un fuerte compromiso con la renovación y limpieza de las instituciones del Estado que hoy se resquebrajan.

En ese esfuerzo, si es auténtico, contaría sin duda con la colaboración de los partidos de oposición. Sin embargo, Ayotzinapa no sólo es un urgente llamado a la clase política, sino también a aquellos empresarios, líderes de opinión y ciudadanos en general que creen que el país puede seguir marchando sin resolver sus grandes y profundas contradicciones. La forma de salvarse no es ver cada uno sólo por su interés, sino decidirnos entre todos, a construir un país verdaderamente incluyente, donde importa el sufrimiento de los más pobres y los más débiles.

Nadie quiere otro Ayotzinapa. Nadie quiere más fosas, ni más muertos; nadie quiere más madres y padres devastados, ni familias rotas. Nadie quiere más policías, ni alcaldes asociados con el crimen organizado. Lo que queremos es vivir en una tierra donde podamos trabajar y ver crecer a nuestros hijos seguros y felices. Lo que queremos, sólo, es vivir en paz.


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