Inicio Plumas Reducir el financiamiento a los partidos, ¿realmente nos conviene?

Reducir el financiamiento a los partidos, ¿realmente nos conviene?

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Una reforma electoral se vislumbra en el horizonte, pendiente de la iniciativa que la presidenta Claudia Sheinbaum envíe al Congreso. La discusión inicial –hasta el momento– se centra en propuestas como la eliminación de las posiciones plurinominales, la renovación del Consejo General del INE, incluso con la idea de que sus integrantes sean electos por voto popular –similar a la reciente elección judicial–, y la reducción de los costos de los procesos electorales.

Aunque la polémica se ha dirigido a cuestionar la elección de consejeros electorales, vista por algunos como un intento de apropiarse del Instituto Nacional Electoral (INE) e influir en los resultados, se ha pasado por alto que esto es solo una idea en evaluación por el equipo presidencial para la redacción final de la iniciativa.

Sin embargo, el punto más preocupante de la propuesta radica en la intención de reducir los costos de los comicios, en particular el financiamiento a los partidos políticos.

El diseño de toda la arquitectura institucional y legal que define el dinero público entregado a los partidos para su funcionamiento cotidiano, actividades de formación política y campañas electorales, consideró la necesidad de evitar la influencia del financiamiento privado –incluso de posibles fuentes vinculadas al crimen organizado– en las elecciones. El objetivo era impedir que candidatos apoyados por cuantiosos recursos de empresarios, compañías o cárteles delictivos obtuvieran ventajas decisivas.

¿Cuánto dinero se requiere para garantizar que los partidos políticos cumplan sus funciones, desarrollen sus programas –de formación política, editoriales, dirigidos a jóvenes o mujeres– y realicen sus campañas sin necesidad de buscar otras fuentes de recursos? Esta pregunta cobra especial relevancia ante la intención presidencial de reducir los montos de financiamiento público. Un ejemplo claro fue la insistencia de la mandataria en que, para la elección judicial, la cifra solicitada por el INE era excesiva y, por ello, no fue autorizada, a pesar de la justificación técnica basada en la experiencia del Instituto.

Este es un punto central de la reforma electoral que se avecina. Si persiste la tendencia de presentar iniciativas para reformar las leyes que sean aprobadas por la mayoría legislativa del partido oficial, sin escuchar a especialistas u organizaciones que conocen el tema, buscando solo cumplir con una promesa de campaña y sin considerar las consecuencias, podríamos ver una reducción del presupuesto destinado al financiamiento público de los partidos, lo que abriría la puerta a recursos de dudosa procedencia.

Debemos considerar también que esta intención podría esconder el propósito de debilitar a los partidos de oposición, dejándolos sin recursos para competir contra una estructura electoral que, según denuncias reiteradas, depende de una estrategia de simulación por parte del gobierno. La promoción del voto de los candidatos morenistas, se ha señalado, se realiza a través de los «Siervos de la Nación» y los programas sociales controlados por la Secretaría del Bienestar.

Estas dos consideraciones deben ser tomadas en cuenta en la discusión de la próxima reforma electoral. La oposición debería centrarse en influir en estos temas y evitar que la iniciativa que se discuta y apruebe en el Congreso contenga este «dardo envenenado», que serviría más para la perpetuación de Morena en el poder que para reducir los costos de organizar elecciones en México, por muy elevados que estos nos parezcan.


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