En abril de 2019, el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) afirmó que su gobierno enfrentaría la «mala herencia» y el «fruto podrido» de la corrupción, prometiendo que esta y la impunidad «se van a acabar». Esta promesa, pilar fundacional de la autodenominada Cuarta Transformación (4T), se articuló bajo la premisa de que la corrupción era la causa principal de los males nacionales. Cinco años después, el análisis de la coyuntura política y los datos disponibles revelan una compleja divergencia entre este ambicioso discurso y los resultados institucionales concretos, marcados por la aparición de megacasos de corrupción y una percepción ciudadana de ineficacia en el combate.
Esta declaración encapsulaba la promesa central de la Cuarta Transformación (4T): erradicar el cáncer de la corrupción que, según AMLO, había envenenado administraciones previas. Seis años después, con su sexenio concluido en octubre de 2024, la realidad pinta un panorama contrastante. Lejos de extinguirse, la corrupción ha mutado, persistido y, en muchos casos, florecido bajo nuevas formas, como evidencian escándalos emblemáticos y datos de percepción pública.
La Fuerza de la Retórica Anticorrupción
El discurso del presidente López Obrador logró reubicar la lucha contra la corrupción en el centro del debate público, convirtiéndola en una legitimación moral fundamental de su proyecto político. La narrativa se centró en señalar a las administraciones pasadas como responsables de un régimen de privilegios y saqueo, una estrategia que resonó profundamente en el electorado mexicano. Esta retórica permitió al gobierno centralizar el poder, desmantelar estructuras administrativas que consideraba «neoliberales» y asignar proyectos prioritarios a las Fuerzas Armadas (consideradas incorruptibles), todo bajo el argumento de la necesidad de «barrer» con la inercia corrupta.
El éxito retórico consistió en simplificar el problema: si se acababa con la corrupción de la élite, los recursos se liberarían para el bienestar social y la violencia disminuiría. Sin embargo, la corrupción es un fenómeno sistémico que no solo depende de la voluntad política, sino de controles institucionales efectivos, rendición de cuentas horizontal y una justicia penal funcional. Es precisamente en el ámbito de las estructuras institucionales y los resultados jurídicos donde la promesa presidencial choca con una realidad persistente.
La Emergencia de Nuevos Megacasos
A pesar de la insistencia en que el problema se había erradicado «de arriba hacia abajo,» la administración actual ha enfrentado varios escándalos de gran calado que no solo contradicen la narrativa, sino que sugieren una reconfiguración o institucionalización de las prácticas corruptas dentro de las nuevas estructuras de gobierno.
El caso de Seguridad Alimentaria Mexicana (Segalmex) se ha convertido en el emblema de este fracaso institucional. Creado para garantizar la autosuficiencia alimentaria y apoyar a pequeños productores, Segalmex ha sido objeto de investigaciones por desvíos multimillonarios que se estiman en miles de millones de pesos (a menudo señalado como el mayor desfalco de la historia reciente del país). La magnitud de este caso, en una institución que maneja programas sociales críticos, pone en entredicho la eficacia de los nuevos controles internos y la ética de los funcionarios de la 4T. El hecho de que se haya señalado que Segalmex y su sucesora, «Alimentación para el Bienestar,» muestran que la corrupción se institucionalizó, complica el panorama.
En septiembre de 2025, un libro reciente detalla testimonios y documentos que exponen la red de complicidades, desde altos funcionarios hasta proveedores coludidos, subrayando que la corrupción no fue una «mala herencia» sino un producto endógeno del sistema.
Otro fenómeno de alto impacto es el «huachicol fiscal», que ha sido descrito por fuentes especializadas como un esquema de contrabando de combustibles a gran escala que elude el pago de impuestos, generando pérdidas al erario por cifras cercanas a los 200 mil millones de pesos anuales. La relevancia política de este caso radica en su naturaleza de macro-corrupción sistémica, que requiere de una extensa red de complicidades dentro de las aduanas y puertos. Al haber sido confiada la administración de las aduanas a elementos de la Marina para garantizar su incorruptibilidad, las investigaciones que han implicado a dichos elementos en esta red demuestran que la confianza depositada en las personas, incluso en las Fuerzas Armadas, no sustituye la necesidad de robustos controles institucionales y transparencia. Este caso representa una peligrosa colusión entre redes criminales y funcionarios de alto nivel, lo que lo perfila como uno de los más graves de los últimos años.
Videos y reportajes recientes ilustran cómo operó bajo la nariz del gobierno, exacerbando la brecha fiscal y financiando actividades ilícitas, todo mientras AMLO combatía públicamente el robo de gasolina tradicional.
Finalmente, el caso de «La Barredora de Tabasco» ilustra la continuidad de los esquemas criminales a nivel subnacional y su posible vinculación con esferas políticas. Esta organización, ligada al huachicol y la extorsión en Tabasco, ha sido objeto de reportes militares que sugieren nexos con exfuncionarios de seguridad estatales y posibles negociaciones para proyectos federales, como el Tren Maya. Estos casos, lejos de ser vestigios del pasado, representan nuevas redes de impunidad que florecieron durante el sexenio que prometió erradicarlas.
El Veredicto de los Datos y la Percepción Ciudadana
El análisis objetivo se refuerza con las métricas internacionales y la percepción interna. El Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de Transparencia Internacional es un termómetro clave. En la edición de 2024, México obtuvo una calificación de 26 puntos sobre 100, situándose en la posición 140 de 180 países. Esta puntuación no solo se mantuvo estancada (o incluso representa la más baja en años, según algunas interpretaciones) sino que también lo coloca como el segundo país peor evaluado del G20 (solo por encima de Rusia), lo que evidencia que, a pesar de la cruzada discursiva, las condiciones estructurales para combatir la corrupción no han mejorado significativamente.
La percepción ciudadana refrenda esta inercia. Encuestas recientes indican que una abrumadora mayoría de los mexicanos (alrededor del 92% según estudios de 2024) considera que existe corrupción significativa en el país. Además, la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) del INEGI de 2023 señaló que 6 de cada 10 personas que tuvieron contacto con policías y autoridades de seguridad pública fueron víctimas de corrupción, lo que demuestra que la corrupción a nivel de trámites y seguridad pública sigue siendo un problema cotidiano y transversal.
La persistencia de la alta percepción de corrupción en un contexto de alta aprobación presidencial genera una paradoja política: el electorado puede distinguir y sancionar la corrupción sistémica, mientras apoya al líder político por otras razones (programas sociales, polarización ideológica, o una percepción de mejor intención en el combate a la corrupción). No obstante, los datos son contundentes: las instituciones encargadas de la fiscalización y la justicia siguen mostrando debilidad y opacidad, elementos que la propia Transparencia Internacional ha señalado como limitantes para la aplicación efectiva de la ley.
Conclusión: El Desafío Inconcluso
El análisis de la realidad mexicana muestra que la lucha contra la corrupción es una tarea mucho más compleja que la descalificación de los adversarios políticos y la simple remoción de ciertos funcionarios. El legado del sexenio en este tema es ambivalente: si bien logró colocar el tema en la agenda con una intensidad sin precedentes, los resultados institucionales fueron insuficientes para desmantelar las redes profundas. La aparición de megacasos como Segalmex y el huachicol fiscal, que involucran a estructuras gubernamentales y militares, junto con la constante caída en índices de percepción internacional, sugieren que la corrupción no se eliminó; en el mejor de los casos, cambió de manos y de modus operandi, adaptándose a los nuevos centros de poder.
Para que la promesa de justicia y fin de la impunidad se materialice, el enfoque debe migrar de la guerra discursiva a la fortaleza institucional, blindando los organismos de fiscalización, garantizando la autonomía judicial y asegurando que las investigaciones por los grandes desfalcos como el huachicol fiscal o Segalmex lleguen a sus últimas consecuencias, independientemente de la filiación política de los involucrados.
El legado de AMLO, ahora bajo el escrutinio de Claudia Sheinbaum, revela una paradoja: la retórica transformadora no bastó para desmantelar estructuras arraigadas. La inercia mencionada en 2019 no solo perduró, sino que se adaptó a un nuevo contexto, donde la centralización del poder y la opacidad en proyectos emblemáticos facilitaron abusos. Para la democracia mexicana, estos casos demandan reformas estructurales más allá de promesas: fortalecimiento de contrapesos, auditorías independientes y rendición de cuentas real. Sin ellas, la «limpieza» seguirá siendo un espejismo, y la justicia, un pendiente eterno.
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