Pablo y Sebastián

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Su historia es la biografía de la dualidad. Hijo de un poderoso y cruel narcotraficante colombiano convertido en vocero de la paz. El heredero de un imperio de sangre transformado, por decisión propia, en narrador de esperanza. Es Pablo Escobar y Sebastián Marroquín: el apellido que le dispuso la suerte natural y el nombre que escogió para escapar de la persecución, el estigma y la exclusión. El amor que profesa al recuerdo de su padre y la condena moral a sus actos de barbarie. El niño que juró vengar la muerte de su padre y el hombre de mirada apacible que combate la violencia con su testimonio.

Su padre le enseñó todo acerca del negocio del narcotráfico. También, a no consumir drogas, a ser agradecido, a honrar a su familia. Creció rodeado de lujos, con dinero para comprarlo todo, pero sin ningún margen de libertad. Su profesor de primaria lo escondió bajo un escritorio para evitar que fuese secuestrado. Sigue sin saber si lo buscaban para matarlo o para usarlo como carnada en la persecución a su padre.

Sufrió varios atentados que luego desataron la furia narcoterrorista del jefe del cártel de Medellín. Violencia que suscitaba nuevas escaladas de violencia. Por cada vehículo bomba, dice Sebastián, que dirigían contra el capo o su familia, su padre reaccionaba con 200. A los 14 años pensó que se abría una pequeña ventana para cambiar su vida y la de su familia, cuando Pablo Escobar se entregó a la justicia, tras un acuerdo con el Estado que incluyó construirse su propia cárcel. El acto de rendición se lo ofreció a su hijo pacifista. Poco duró esa oportunidad. Pablo Escobar se fugó, continuó la guerra, las traiciones, la corrupción. Dinero que no podía comprar alimento para subsistir. La muerte como única alternativa.

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¿Por qué su padre provocaba tanta admiración social?, le pregunté cuando me relató que no pudo llegar al funeral de su padre porque miles de colombianos salieron a las calles a lamentar su muerte. Pablo Escobar, me respondió, sustituyó al Estado. Construyó escuelas, parques, canchas deportivas, iglesias. Una pareja de colombianos que radican en Canadá pudieron cambiar la vida de sus hijos gracias a unos taxis que el capo les regaló. Impartía justicia, generaba empleos, distribuía entre los pobres el producto de sus actividades ilícitas. Arrodilló al Estado con la corrupción y llenó cada uno de sus vacíos. Es el círculo vicioso de la política de prohibición: captura, debilidad, deslegitimación. La pesadilla colombiana. El riesgo mexicano.

Se duele profundamente de la apología del narcotráfico. Es el engaño que tienta a nuestros jóvenes. No hay nada cierto de lo que pasa en las series de televisión o lo que se cuenta en los corridos, dice. La vida de un narcotraficante y la de su familia no es heroica, ni digna de imitación. Sólo hay sufrimiento y muerte. Escribió un libro como contrapropaganda a la cultura del narco. No pretende que su historia inspire, sino que disuada. Su intención es desmitificar a su padre. Describirlo como lo que fue: un hombre que equivocó los pasos de su vida.

Sebastián personifica el propósito de la segunda oportunidad. “Pude ser Pablo Escobar 2.0, pero me convertí en arquitecto, hice un documental y escribí un libro”, repite pausada y serenamente. Reprogramó su vida. Le ha costado sufrimiento: le cerraron las puertas del mundo y vive bajo la sombra de los delitos de su padre. Pero no pierde la esperanza. Tiene razón: nuestras sociedades serán más justas cuando sean capaces de abrir una segunda oportunidad. Salidas a la fatalidad. Un cambio de nombre que es reinicio vital.


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