No es fácil explicar los fanatismos.
El miércoles, en medio de una semana prácticamente de asueto -y que para los católicos debe ser de reflexión-, amanecimos con una noticia estremecedora y que lamentablemente cada vez causa menos sorpresa aunque indigna por igual: el ataque terrorista en Bruselas, la capital de la Unión Europea, en el que perdieron la vida 34 personas y alrededor de un centenar se encuentran heridas al explotar dos bombas en el aeropuerto y en el metro de esta ciudad.
Es claro que no estamos ante hechos aislados o ante la obra de un demente. Se trata de una estrategia muy bien concebida en la que se calcularon no sólo los objetivos sino seguramente también el momento. Es difícil pensar que haya sido fortuito el que los ataques coincidieran con la histórica visita del presidente Obama a Cuba en una época en que además no hay mucha información.
Incluso el Estado Islámico (ISIS), quien asumió la responsabilidad de los hechos, anunció “días oscuros para los países de la coalición internacional contra el terrorismo advirtiendo que lo que viene será peor y más amargo”.
De por sí las guerras entre países me parecen incomprensibles pues no debe haber motivos religiosos, ideológicos o territoriales que justifiquen que se ponga en juego la integridad física y el patrimonio de las personas así como su tranquilidad emocional, y mucho menos cuando lo que está detrás son intereses políticos o económicos. Pero es todavía más grave cuando los ataques van dirigidos específicamente contra la población civil como es el caso del terrorismo.
Tampoco entiendo que únicamente cobren relevancia y ameriten una condena mundial los ataques que se han perpetrado por ejemplo en París, San Bernardino, California o Bruselas, y se pasen por alto los que con mucha frecuencia se cometen en Irak, Afganistán, Siria o Pakistán.
Como es natural, los dirigentes políticos de prácticamente todo el mundo se han pronunciado en contra del terrorismo, han anunciado un frente común y en algunos casos como el del Primer Ministro de Francia le han declarado la guerra -no estoy muy seguro que a la violencia sólo se le pueda combatir con más violencia-, sin embargo poco se ha analizado sobre los factores que originan que muchos jóvenes sean reclutados por grupos extremistas e incluso que estén dispuestos a dar la vida por causas que a veces ni siquiera son suyas.
No es fácil explicar los fanatismos, pero como lo apunta el periodista Carlos Loret de Mola, probablemente estos encuentran un caldo de cultivo idóneo en “jóvenes marginados, enojados y atemorizados por un futuro incierto y consecuentemente propensos a caer en la trampa del terrorismo, jóvenes solitarios a los que organizaciones como el Estado Islámico les ofrece la falsa promesa de pertenencia a una especie de familia ampliada con camaradería, empleo, mujeres, solidaridad y el atractivo de un viaje emocionante lleno de acción”.
Estoy cierto que no podemos evitar el surgimiento de grupos radicales y líderes mesiánicos, pero debemos atajar el discurso de la violencia, que insisto, nada la justifica y alrededor de la cual giran un sin número de intereses ocultos. Atendamos las acusas sociales que los nutren, y apostemos por la construcción de una cultura de paz.
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