La Ciudad de México, que acaba de recuperar su nombre ya sin el calificativo de «muy noble y muy leal» que le diera Carlos V en 1535, pero también sin el brillo que impresionara al Barón de Humboldt en 1803. La ciudad, nacida según la tradición en 1325, fue refundada en el mismo lugar en 1521. Creció lentamente en los siguientes cuatro siglos hasta tener 300,000 habitantes al término de la Revolución, y más rápidamente en el siguiente medio siglo cuando alcanzó la cifra de 7 millones. Pero en 1966 la ambición abrió una Caja de Pandora para la ciudad.
El 14 de septiembre de 1966 marca el inicio del cambio que definió la situación actual: El entonces llamado Jefe del Distrito Federal, Ernesto P. Uruchurtu que gobernó 14 años continuos, se ve obligado a renunciar. Un desalojo violento de terrenos al sur de la ciudad fue el pretexto que ocultó una lucha interna para abrir los férreos controles gubernamentales.
En los siguientes 30 años no cambió el partido que gobernaba, pero la ciudad tomó un rumbo distinto: los negocios se impusieron sobre la administración. Desde entonces la ciudad creció desordenada y sin medida, desbordándose en el estado vecino. Se deterioró la calidad de vida, los trayectos diarios crecieron y con ellos la contaminación. Aumentaron los giros negros y se deterioró el transporte público a pesar de la construcción del Metro; agua y alimentos venían de cada vez más lejos.
Esas administraciones privilegiaron los negocios sobre el bien público y no supieron proporcionar servicios de calidad.. Fraccionadoras y constructoras se enriquecieron al levantarse las restricciones existentes. Quienes manejaban negocios negros encontraron caminos más expeditos para hacerlo. Se multiplicaron los negocios privados en detrimento del bien público. El transporte dejó de estar en manos del pulpo camionero para caer en las de pequeños empresarios controlados por funcionarios.
Desbordada en dos entidades, los servicios públicos se colapsaron. No hubo planeación adecuada para la disposición de desechos sólidos ni el tratamiento de aguas negras; a pesar de una supuesta coordinación la contaminación atmosférica llegó a niveles altísimos por una dependencia mayor en el transporte privado y la falta de control en vehículos públicos.
Más tarde llegaron gobernantes de otro partido, pero la ciudad no dejó de crecer ni mejoró su planeación. Se acentuó el impulso al transporte privado a pesar de una supuesta orientación social. Se multiplicaron los negocios privados usando dineros públicos para producir riqueza particular en vez de fomentar bienes colectivos. Segundos pisos y vías exclusivas se dieron en concesión para el uso de pocos y el beneficio de aún más pocos.
Por supuesto que en el último medio siglo la ciudad fue embellecida al tiempo que se hicieron negocios. Edificios y rascacielos hechos por inversionistas privados, así como edificios gubernamentales faraónicos se ven ahora por toda la ciudad. Pero nadie pensó en el ciudadano de a pie que trabaja duro para poder mantener a su familia; su recorrido diario le roba varias horas por las distancias a recorrer y el deficiente transporte.
Aunque en apariencia la Ciudad de México se vea moderna esconde las dificultades de quienes viven y trabajan en ella. Víctimas de la falta de planeación y de los largos trayectos, además sufren de la alta contaminación que originan. Es tarde para enmendar el camino, pero que sirva de ejemplo a ciudades como Guadalajara y Monterrey que están en el límite de ciudades habitables.
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